El pasado día 19 cumplí 25 años. Un cuarto de
siglo, me decía yo. A efectos prácticos, no obstante, tenía esa edad desde hace
varios meses, cuando caí en la cuenta de que pronto iba a estar más cerca de
los treinta que de los veinte. A esto, que recibí como un mazazo de realidad,
me dio por llamarlo “la crisis de los 25”, denominación de la que se han burlado
viejos y jóvenes, pero nunca personas en mi misma situación.
Esta crisis -de la que me reiré cuando tenga
cincuenta y la recuerde como un ejercicio de ingenuidad e inexperiencia- se
edifica alrededor de un elemento clave: el miedo. Nunca he sido una persona
miedosa: sí miedica, en cambio; me asusta la práctica del ligoteo, volar en
avión, perder de vista a mi perro cuando lo paseo o subir en coches que vayan a
más de 120 por hora. Con esas pequeñas fobias he convivido, y algunas hasta se
han esfumado.
Miedica sí, pero ¿miedosa? ¿Rechazadora de
los grandes retos? Nunca. No hasta que germinó en mí la inminencia del cuarto
de siglo y la aparente direccionalidad de mi vida reveló su disimulado desorden,
que se dispersó, de repente, por la vastedad de un mundo todavía inexplorado y
de fronteras menguantes.
Todas las metas a las que creía estar dirigiéndome
quedaron anémicas de golpe. Me pregunté si realmente estaba donde quería estar
y la respuesta fue “no”. Experimenté una sensación que creía naufragada,
aquella que me traje puesta de un viaje a Roma en marzo de 2013, meses antes de
acabar la carrera: una sensación de total y amarga incertidumbre que
contrastaba con la seguridad que emanaban los amigos con quienes había
compartido periplo, todos con proyectos interesantes para el curso siguiente. Meses
después, ya aposentada en mis propios planes, añoré aquel vacío que, en la
distancia, se me representaba repleto de perspectivas, de caminos susceptibles
de ser recorridos, una variedad tan grata de opciones que sólo el hecho de
escoger una de ellas sería un acto de delicado placer.
Me equivocaba. Hoy, que más que nunca tengo
claro quién soy y qué quiero hacer –hasta el punto que sea posible saber algo
tan grande a mis 25 años-, es precisamente cuando más miedo tengo. Decidí, ya
hace muchos meses, obedecer a lo que desde pequeña se manifestó como mi “talento”
genuino, si es que éste existe: la escritura. Y sin embargo, dos años después
de Roma, con esta crisis de los 25 que puede que haya inventado mi generación, estoy
sumida de nuevo en esa sensación angustiosa de no saber hacia qué dirección encarar
el próximo paso. ¿Por qué, si el objetivo es diáfano, si la escritura puede
ejercerse en cualquier momento y en cualquier lugar?
Quizás por eso mismo. Porque, aunque la meta
esté definida y sea alcanzable desde este mismo momento, puede ser desmenuzada
de múltiples maneras. Puede tener su sede en Valencia, en Córdoba –mi destino
deseado para el curso que viene-, en México DF o en Nueva York –estas ciudades
no han sido escritas al azar-. La escritura, que de momento no me da de comer, también
puede y debe compaginarse con decenas de trabajos y estudios superiores: puedo
retomar lo de ser camarera, continuar con mis estudios de Interpretación, adentrarme
en el atractivo mundo editorial o escribir como periodista freelance desde cualquier parte de la bola del mundo que corona mi escritorio.
No me da miedo hacer lo que sea o irme donde sea. Lo que verdaderamente me da
miedo es renunciar a todo lo demás. Me atemoriza el coste de oportunidad, noción
que pasé por alto en la asignatura de Economía, en primero de carrera, y que
ahora regresa a mi memoria como un hierro candente dispuesto a calcinar mi ya
de por sí débil capacidad de decisión.
La moderna crisis de los 25 es una crisis por
exceso, no por defecto. Exceso de opciones, de ofertas, de estilos de vida, de ciudades.
Exceso de vuelos baratos y de baratas formas de ganarse la vida e ir
sobreviviendo con lo justo. Exceso de cómodas incomodidades. Exceso de todo aquello de
lo que carecieron las generaciones anteriores a la mía. Exceso, sí, a pesar de
la crisis económica, o quizás precisamente por ella. La crisis de los 25
debería emocionarme, congratularme, avergonzarme incluso por su excesiva promesa
de vida eterna, y sin embargo me amilana, me turba y me reduce con el peso de
la renuncia, del virtual arrepentimiento, de la vergüenza que me produce
despreciar todo lo bueno que está a mi alcance.