Alfredo Gómez estaba cargando cajas llenas de
herramientas de carpintería en su furgoneta cuando Dios se presentó ante su
casa.
-Hola, Alfredo-, le dijo.- Soy Dios y he
venido a quedarme en tu casa.
Alfredo Gómez, sin interrumpir su tarea, miró
a Dios y, desde la prudencial distancia de siete metros, le gritó:
-¿Cómo vas tú a ser Dios? Anda, loco, vete de
mi casa y déjame en paz.
Este desaire hacia Dios no es algo que se le
pueda reprochar a Alfredo Gómez. Lo cierto es que a cualquiera le habría
resultado difícil creer que aquel hombre fuera, en efecto, Dios. Su escuálida
figura aparecía recubierta de anchos ropajes remendados a base de retales
harapientos, y la totalidad de la mitad inferior de su cara estaba oculta bajo
una barba sucia y cenicienta.
Para disipar la desconfianza de Alfredo Gómez,
Dios introdujo en la furgoneta las cajas que aún esperaban en la acera de la
calle. Lo hizo sin tocarlas, y sin ni siquiera hacerlas viajar del exterior al
interior del vehículo en una órbita lenta y admirable. Las cajas simplemente
aparecieron en la furgoneta en el mismo momento en que desaparecían de los
adoquines, con la rapidez de un párpado que se cierra y luego se abre de nuevo.
Todo esto sucedió bajo la maravillada mirada de Alfredo Gómez.
El carpintero no necesitó más pruebas que
ésta para aceptar que aquel hombre con aspecto de mendigo era Dios.
-Oh, Dios, perdóname. En verdad eres tú-,
gimió Alfredo Gómez, arrepentido, echándose a los pies de Dios.- Ahora que tu
existencia me ha sido revelada, estoy obligado a convertirme en tu profeta y a
divulgar tu santo mensaje.
Dios, posando su reseca y amorosa mano sobre
la cabeza del jadeante Alfredo Gómez, declaró:
-No te molestes, Alfredo. He venido al mundo
para quedarme entre vosotros. Así, yo mismo podré supervisar lo que hacéis los
humanos en mi nombre.
Dios se quedó a vivir en casa de Alfredo Gómez,
quien se sintió igualmente afortunado y perplejo por haber sido él el ser
humano escogido para, por un período de tiempo indefinido, cuidar a Dios –si es que eso era
posible-.
Dios pasaba el día fuera de casa. Se
teletransportaba de rincón del mundo a rincón del mundo para estudiar in situ
las misiones –unas realmente productivas, otras no tanto- que lo ponían por
bandera. Dios sólo observaba; nunca actuaba. Desde el principio, además, había
pedido a Alfredo Gómez que no hablase a nadie del milagro con el que había
logrado convencerle de su identidad cierta y legítima. Dios no deseaba ser
descubierto en la Tierra por el resto de personas, consciente de que el alud de
peticiones que se derivaría de la noticia le desbordaría y dificultaría el que
siempre había constituido su mayor deseo: que los humanos encontraran el amor y
la paz por ellos mismos, y que lograran, después, mantenerlos por toda la
eternidad.
Alfredo juró por Dios que no descubriría la identidad
de su huésped, pero un día, sin un cómo ni un porqué claros, una horda de
ciudadanos se presentó en casa del carpintero, y, desde la puerta, solicitó,
bajo amenaza de derribo de la humilde vivienda, conocer a Dios.
Dios, con toda su bondad y compasión, no
quiso ofender ni decepcionar a sus visitantes. Salió de la casa y, cuando ya
empezaban a oírse las primeras risas y burlas referentes a su desaseado aspecto
–que Dios no se había preocupado en mejorar-, llenó, con una simple orden
interna, la calle de manjares coloridos, dulces, salados, húmedos, secos, para
tenedor y para cuchara, y de bebidas no alcohólicas, a excepción, claro está,
del vino tinto.
Sólo unos pocos hicieron caso del banquete
que allí se había materializado por la gracia de Dios; la mayoría de los
cientos de personas que copaban la calle se abalanzaron sobre el Hacedor,
quien, asustado y cauto, se hizo desaparecer para aterrizar al instante en la
habitación que ocupaba en casa de Alfredo Gómez.
Por la noche, mientras los comensales más
trasnochadores ultimaban las sobras del festín e intentaban, sin éxito, hacer
volver a Dios al aire libre, éste confesó con angustia a Alfredo Gómez:
-Esto es precisamente lo que quería evitar.
Ahora ya nunca más podré vivir tranquilo en la Tierra.
Aunque era evidente que el único delator
posible era Alfredo Gómez, Dios no le culpó en ningún momento por su desliz; ni
siquiera le planteó, con el disimulo y la falseada ignorancia de los que podría
haberse servido, el asunto de la autoría del criminal desenmascaramiento.
A partir de aquel día, Dios era reconocido
allá por donde pisaba. Muchos le paraban mientras caminaba por las abigarradas
calles de Calcuta, cuando atravesaba los súbitos bosques senegaleses o cuando
vigilaba los oficios de Bucarest.
Todo el mundo pedía favores a Dios, y él los
concedía, incapaz de negarse. Por las noches regresaba agotado a casa de
Alfredo Gómez, que le tenía lista la cena en su lugar de la mesa. Dios solía
rechazarla alegando dolores de estómago o falta de apetito. Luego se iba a la
cama a intentar dormir.
Fue eternamente recordado por Alfredo Gómez
el día en que Dios le anunció que no volvería a satisfacer los deseos de sus
fieles, quienes, desde su advenimiento, se habían multiplicado con una
profusión nunca alcanzada por profetas, papas o apasionados oradores
religiosos.
-He cometido un error atendiendo a las
peticiones de todos tus hermanos-, admitió Dios ante Alfredo Gómez.- A partir
de hoy retomaré la única labor que me trajo a la Tierra. Supervisaré y
comprobaré que todo está en su sitio, pero no volveré a obrar.
Al fin y al cabo, pensó Alfredo Gómez, desde
el cielo Dios tampoco intervenía en la vida de los seres humanos. Como él mismo
le había explicado en una de sus primeras charlas –que, ahora, debido al
anémico estado de Dios, se habían anulado-, su relación con las personas se
había limitado al moldeamiento de los dos primeros individuos, quienes, desde casi
el primer momento de sus desdichadas y agoreras existencias, se habían desviado
del armónico plan para el que fueron creados. Tras aquella fallida obra, Dios había
sido un simple y pasivo espectador del mundo que se componía y descomponía bajo
las nubes de su hogar.
No todos los humanos fueron tan comprensivos
como Alfredo Gómez, que respetó en todo momento la decisión de Dios. La gran mayoría
de personas se enfadaban, gruñían y lloraban de desesperación y rabia ante las
recurrentes negativas de Dios a solucionar sus problemas, que cubrían el
extenso abanico de desgracias entre el deseo incontenible de una casa nueva y
la más extrema desnutrición de los hijos recién nacidos.
En pocos días, Dios se ganó una mala fama que
daba varias vueltas al planeta. Los ciudadanos de a pie le criticaban e incluso
le insultaban, envalentonados ante sus propias blasfemias, que ahora, por estar
dirigidas a un blanco concreto, visible y encarnado, parecían mucho menos
graves y punibles. Los periodistas recogían, en diarios, radios y canales de
televisión, las quejas de los indignados, y de vez en cuando se concedían la
licencia de saltar por encima de la valla de la objetividad para arremeter
ellos mismos contra Dios.
Dios vio vapuleada su popularidad en escasas
semanas. Los fieles dejaron de congregarse en los templos, los misioneros
cambiaron de causa y la religión fue suprimida de los planes de estudio a petición de los irritados padres. Ya nadie creía en Dios; ni siquiera el propio
Dios, que se maltrataba con el látigo de la culpabilidad por haber abandonado
al género humano tras su precipitada muestra de pródiga generosidad, podía ya
creer en sí mismo.
-Me vuelvo al cielo, Alfredo-, anunció Dios
una mañana, mientras el carpintero cargaba las cajas de herramientas en su
furgoneta.
Alfredo Gómez interrumpió su labor y,
abrazando a su amigo, le dijo:
-Ha sido un placer, Dios. Vuelve al cielo en
paz.
Como muestra de gratitud hacia Alfredo Gómez
y en reconocimiento por su hospitalidad sobradamente probada, Dios repitió la
escena del traslado de cajas desde la calle al interior de la furgoneta.
Mientras subía al cielo, Dios se cruzó con
Buda, que caminaba en sentido contrario al suyo, en dirección a la Tierra.