Vaya noche. Me la pasé soñando
con el Actors Studio y sus miembros más célebres: Marlon Brando, Al Pacino,
Marilyn Monroe. Me parece que incluso hice alguna práctica con alguno de ellos.
También estaba por allí Lee Strasberg, el jefazo del lugar, repartiendo leña y
traumatizando, uno a uno, a todos los actores que se atrevían a mostrar su
pésimo trabajo introspectivo ante sus ojos. “¡Busca en tu recuerdo!”, les
gritaba desde detrás de su mesa de madera de arce. “¿Cuándo fue la última vez
que tuviste un gatillazo?”. El intérprete alto, moreno y musculoso lloraba
encima del escenario mientras la actriz delgada, rubia y sensible lo observaba sentada
en la escenografía. Lo quería consolar con un abrazo, porque ya no sabía si su
compañero lloraba como personaje o como actor.
Primero me despertó un dolor
tubular en el vientre, pero luego me di cuenta de que, en realidad, mi desvelo
se debía al crepitar de la lluvia contra la ventana superior de mi buhardilla. Pensé
que mi ordenador, situado justo debajo del cristal, corría peligro si a alguna
de aquellas gotas le daba por colarse en el rincón clave y empezar a erosionar un
caminito acogedor para el resto de soldados del diluvio. Me levanté de la cama
con fastidio, encendí la luz y retiré el ordenador del escritorio, e hice lo
propio con diversas libretas y libros susceptibles de deshacerse bajo un agua factible.
Cuando volví la cabeza hacia la
cama advertí con asombro que las temidas gotas estaban haciendo su aparición
por el lugar menos sospechado: el techo de encima de mi almohada. Esa cubierta
de vigas de yeso a la que dedico cada noche mi última mirada me estaba
traicionando, abriéndose a la invasión acuática sin consideración alguna, burlándose
de mí delante de mi figura bloqueada que se preguntaba: ¿Y ahora dónde voy a
dormir? La almohada estaba cambiando progresivamente de color, adoptando tonos
más oscuros y otoñales a medida que la gotera del techo le otorgaba su fruto. Como
era poco probable que justo en mi despertar hubiera comenzado a producirse el
derramamiento sobre mi cama, me toqué la cabeza: la mata de pelo rizado que
separa al mundo de mi cráneo estaba fría y húmeda; yo no había presentido el
baño porque dormía bocabajo.
Horrorizada, comprobé que los
libros de mi mesita de noche estaban siendo también víctimas de la gotera
despiadada. Aun así, no pude evitar que me hiciera gracia ver el retrato de
Stendhal semiborroso bajo una película de agua, sacrificándose cual héroe
romántico por los volúmenes de Lorca y Kapuscinski que cubría con su contraportada.
Deposité los tres tomos en el suelo, lejos del alcance del río que comenzaba a
formarse sobre la mesita de noche, y corrí en seguida a retirar la lámpara de
mesa, cuya bombilla se estaba llevando la peor parte del drama.
A esas alturas de la noche ya se
había despertado mi madre, quien, metódica y despabilada aun recién despertada,
me envió a la cocina a por un tupper con el que recoger mi parte de lluvia
pasada por vigas y cemento. A mitad de la escalera reparé en que, por la
ventana de ésta, entraba más agua con intenciones de emborronar el cuadro
situado justo debajo. Llegué al piso de abajo con el cuadro entre los brazos, y
lo apoyé en uno de los muebles del comedor. Subí un tupper pero no tenía la
longitud adecuada y dejaba escapar más o menos la mitad de las gotas. Mi madre
me mandó de nuevo abajo y traje otras dos fiambreras rectangulares para que
ella eligiera la más adecuada para la situación.
Como la gotera de encima de la
almohada amenazaba con convertir mi buhardilla en un lago, me fui a dormir con
mi madre a su cama. En el exterior, la lluvia alargaba su dinámica violenta e
intermitente. En esos momentos ya sólo me preocupaba que mi gato Dalí, que se
había marchado horas antes por los tejados, estuviese resguardado bajo las
tejas salientes de alguna techumbre o en la buhardilla abandonada y desastrada
de la casa de al lado. Me costó un poco dormirme porque aún estaba alterada por
el sueño con Lee Strasberg, pero en cuanto lo conseguí le pillé de nuevo el
hilo y continué asistiendo a su lección. Ahora sus explicaciones se habían
tornado en algo mucho más profundo y filosófico, tanto que mis compañeros
(Brando, Pacino, Monroe) aparecían ante mí como drogados, como sumergidos en un
mundo interno colmado de percepciones inalcanzables para mí, como si en mi ausencia hubieran accedido al conocimiento del verdadero sentido de la vida y éste les hubiese sobrepasado.
Cuando me desperté a las 8.45 ya
hacía varias horas que Dalí había vuelto completamente seco, pero yo había
mantenido mi sueño hasta que me sonó el despertador.
Ahora tengo que volver a mi cama
arriesgada e imprevisible. La tengo detrás de mí y no sé cómo pedirle a su
gotera que respete mis sueños actorales. ¿Qué puedo hacer?