miércoles, 13 de mayo de 2015

Crecer

Cuando era pequeña contemplaba el mundo de los adultos con admiración y anhelo. Me llamaba la atención la manera en que se organizaba y lograba cuadrar cada cabo suelto; también su impecabilidad, el control de cada movimiento y detalle. Todos sus miembros me parecían dignos de respeto porque habían vivido 20 o 30 años más que yo, y aparentaban esa vejez relativa; me parecía que su edad conllevaba necesariamente sabiduría, prudencia y una elegante honestidad.

Así era, en verdad, hasta hace poco; hasta que yo misma comencé a comprender que ya soy adulta y que mi adhesión a ese admirable parapeto no podía ser postergada durante más tiempo. La sabiduría que me había asombrado se convirtió en una disimulada ignorancia; la prudencia, en medrosa inacción; la honestidad tan elegante, en falsedad bien maquillada. Comprendí que mi frágil realidad adulta no distaba del resto de vidas de más de 25 años; como yo, la totalidad de individuos adultos conservan miedos, dudas, incongruencias y pudores inconfesables.

Por tanto, si son los adultos los que construyen y sostienen el mundo con sus esfuerzos, significa que éste está edificado sobre esos mismos miedos, dudas, incongruencias y pudores.

El mundo seguro y controlado de mi infancia, pues, ha sido derribado. Ahora yo también soy cómplice de la farsa adulta.