domingo, 30 de noviembre de 2014

Soñaba yo con el Actors Studio

Vaya noche. Me la pasé soñando con el Actors Studio y sus miembros más célebres: Marlon Brando, Al Pacino, Marilyn Monroe. Me parece que incluso hice alguna práctica con alguno de ellos. También estaba por allí Lee Strasberg, el jefazo del lugar, repartiendo leña y traumatizando, uno a uno, a todos los actores que se atrevían a mostrar su pésimo trabajo introspectivo ante sus ojos. “¡Busca en tu recuerdo!”, les gritaba desde detrás de su mesa de madera de arce. “¿Cuándo fue la última vez que tuviste un gatillazo?”. El intérprete alto, moreno y musculoso lloraba encima del escenario mientras la actriz delgada, rubia y sensible lo observaba sentada en la escenografía. Lo quería consolar con un abrazo, porque ya no sabía si su compañero lloraba como personaje o como actor.

Primero me despertó un dolor tubular en el vientre, pero luego me di cuenta de que, en realidad, mi desvelo se debía al crepitar de la lluvia contra la ventana superior de mi buhardilla. Pensé que mi ordenador, situado justo debajo del cristal, corría peligro si a alguna de aquellas gotas le daba por colarse en el rincón clave y empezar a erosionar un caminito acogedor para el resto de soldados del diluvio. Me levanté de la cama con fastidio, encendí la luz y retiré el ordenador del escritorio, e hice lo propio con diversas libretas y libros susceptibles de deshacerse bajo un agua factible.

Cuando volví la cabeza hacia la cama advertí con asombro que las temidas gotas estaban haciendo su aparición por el lugar menos sospechado: el techo de encima de mi almohada. Esa cubierta de vigas de yeso a la que dedico cada noche mi última mirada me estaba traicionando, abriéndose a la invasión acuática sin consideración alguna, burlándose de mí delante de mi figura bloqueada que se preguntaba: ¿Y ahora dónde voy a dormir? La almohada estaba cambiando progresivamente de color, adoptando tonos más oscuros y otoñales a medida que la gotera del techo le otorgaba su fruto. Como era poco probable que justo en mi despertar hubiera comenzado a producirse el derramamiento sobre mi cama, me toqué la cabeza: la mata de pelo rizado que separa al mundo de mi cráneo estaba fría y húmeda; yo no había presentido el baño porque dormía bocabajo.

Horrorizada, comprobé que los libros de mi mesita de noche estaban siendo también víctimas de la gotera despiadada. Aun así, no pude evitar que me hiciera gracia ver el retrato de Stendhal semiborroso bajo una película de agua, sacrificándose cual héroe romántico por los volúmenes de Lorca y Kapuscinski que cubría con su contraportada. Deposité los tres tomos en el suelo, lejos del alcance del río que comenzaba a formarse sobre la mesita de noche, y corrí en seguida a retirar la lámpara de mesa, cuya bombilla se estaba llevando la peor parte del drama.

A esas alturas de la noche ya se había despertado mi madre, quien, metódica y despabilada aun recién despertada, me envió a la cocina a por un tupper con el que recoger mi parte de lluvia pasada por vigas y cemento. A mitad de la escalera reparé en que, por la ventana de ésta, entraba más agua con intenciones de emborronar el cuadro situado justo debajo. Llegué al piso de abajo con el cuadro entre los brazos, y lo apoyé en uno de los muebles del comedor. Subí un tupper pero no tenía la longitud adecuada y dejaba escapar más o menos la mitad de las gotas. Mi madre me mandó de nuevo abajo y traje otras dos fiambreras rectangulares para que ella eligiera la más adecuada para la situación.

Como la gotera de encima de la almohada amenazaba con convertir mi buhardilla en un lago, me fui a dormir con mi madre a su cama. En el exterior, la lluvia alargaba su dinámica violenta e intermitente. En esos momentos ya sólo me preocupaba que mi gato Dalí, que se había marchado horas antes por los tejados, estuviese resguardado bajo las tejas salientes de alguna techumbre o en la buhardilla abandonada y desastrada de la casa de al lado. Me costó un poco dormirme porque aún estaba alterada por el sueño con Lee Strasberg, pero en cuanto lo conseguí le pillé de nuevo el hilo y continué asistiendo a su lección. Ahora sus explicaciones se habían tornado en algo mucho más profundo y filosófico, tanto que mis compañeros (Brando, Pacino, Monroe) aparecían ante mí como drogados, como sumergidos en un mundo interno colmado de percepciones inalcanzables para mí, como si en mi ausencia hubieran accedido al conocimiento del verdadero sentido de la vida y éste les hubiese sobrepasado.

Cuando me desperté a las 8.45 ya hacía varias horas que Dalí había vuelto completamente seco, pero yo había mantenido mi sueño hasta que me sonó el despertador.

Ahora tengo que volver a mi cama arriesgada e imprevisible. La tengo detrás de mí y no sé cómo pedirle a su gotera que respete mis sueños actorales. ¿Qué puedo hacer?


jueves, 20 de noviembre de 2014

Una máquina de café que habla

“TE QUIERO”, decían las letras punteadas de la máquina de café.

Tenía que estar en clase en menos de dos minutos. El té de la máquina era agua densa y dulce como caramelos de cabalgata; su sabor le encogía las venas y dilataba sus pupilas. Aun así, introdujo los cuarenta y cinco céntimos en la ranura, apretó el botón y fijó su mirada lejana en el contador que indicaba el transcurso del proceso, expresamente creado para mantener controlada la ansiedad del consumidor impaciente.

La palabra “TE” apareció en la pantalla. La repetición del gesto le había hecho obviar la ausencia de la tilde. Mientras las rayitas negras aparecían una detrás de la otra, su mente se separaba del presente y anticipaba la lección de las dos próximas horas. Lo primero que haría sería dejar el vaso desechable en la estantería que un día había aparecido al lado de la cara exterior de la puerta del aula; luego se desabrocharía las botas y se quitaría los calcetines, dejándolo todo fuera, intentando que allí quedaran también sus miedos, sus dudas recurrentes, las obsesiones que la distanciaban de una “yo” que se sabía, aunque no la desconociera aún; volvería entonces a tomar el vasito humeante, rozando el borde plegado sobre sí mismo con el índice y el pulgar de la mano izquierda, y con la derecha giraría el pomo que se interponía entre ella y ella en el arte.

Todo esto calculaba con un pensamiento veloz y cosido de imágenes rutinarias, familiares. No vio realmente la pantalla de la máquina de café hasta que la letra “T”, como empujada por una caricia invisible, se desplazó a la izquierda, arrastrando con ella a la “E”, primero un puesto, después otro, así hasta que, del lado derecho del rectángulo, comenzaron a surgir letras nuevas, la Q, la U, la I, y tras ellas la E, la R, la O, una O abierta, sin punto final.

Aquellas letras inéditas acabaron de asentarse en aquel paisaje artificial verde fluorescente y, tras dos segundos y un pitido agudo que indicaba que el falso té estaba preparado, desaparecieron. Ella, que había descruzado las piernas y había devuelto la vida a su mirada de viernes, no llevó la mano hacia el dispensador, sino que la estampó en el lateral de la máquina; golpeándola con una mezcla de rabia y esperanza le ordenó que le devolviera aquellas letras sacrificadas demasiado pronto. “PULSE UN BOTÓN”, le respondía el aparato con obstinación, indiferente a la violencia que ella le propinaba.

Indignada, rebuscó en su cartera una moneda de cincuenta con la que comprar otras dos palabras. La encontró, se le cayó al suelo, la recogió temblorosa y se la cedió al objeto deshumanizado con el que había decidido discutir. Ya no llegaría a esa última clase. Ya no participaría de conversaciones abstractas con aura de trascendencia imprescindible; no escucharía palabras dichas por voces reales, pero casi nunca visibles; voces sin peso, sin textura, arrojadas al aire sin premeditación ni freno.

De nuevo pulsó el botón y miró a la pantalla, esta vez invadida por una impaciencia que la progresión de rayitas no curaba y que, es más, acentuaba a medida que su avance reducía las posibilidades de aparición de las letras anheladas. Pero, cuando veinte de los veinticinco palitos que un día se había molestado en contar se habían fijado en aquella superficie virtual, el mensaje comenzó a trasladarse de nuevo hacia la izquierda. Sus manos se colocaron con un impulso tenso en las orillas de la máquina, apretándola como si, al exprimirla, pudiera extraer letras de ella. Surgió una E, una S, una P, una E, y, mientras, el contador avanzaba, y con la R y la O se repitió el desenlace: tras un par de segundos y otro té, las palabras se hundieron en la pantalla, dejando su espectro palpitando en los ojos de ella.


Se olvidó de los cinco céntimos de sobra y de los vasitos de plástico color chocolate y, subiendo los escalones de dos en dos, corrió hacia el aula de interpretación. 


lunes, 17 de noviembre de 2014

Una tortuga laúd

En la sala de necropsias del Instituto Y no cabía nadie más. Los estudiantes de Biología se agolpaban tras sus puertas para reclamar su lugar en un acto simbólico de protesta. Los del itinerario de Marina exigían un trato preferente y un espacio individual desde el que poder observar el extraño ejemplar por encima de los hombros de ilustres profesores, antiguos catedráticos encorvados e influyentes investigadores. Los funcionarios del Instituto Y se abrían paso entre cabezas, batas azul celeste y blocs de notas, orgullosos de tener entre ellos a tan célebre cadáver. Los tímidos e inquietos murmullos de las ocho de la mañana habían ido dando paso a una cadencia grupal que se ondeaba entre el griterío incontenible de las gaviotas y aquel silencio, propio de las profundidades marinas, que anticipa la calamidad.

-¡Silencio, por favor!-, rogaba de vez en cuando un doctor de pelo blanco y humildad fingida.- Dejen trabajar a los investigadores.

La tortuga laúd cuyas entrañas se abrían hacia el techo de la sala de necropsias del Instituto Y había salido de su refugio dieciséis días antes. El agua salada, helada a pesar de estar tan cercana al núcleo terrestre, había acariciado entonces su piel desnuda, desprovista de caparazón, a medida que aleteaba para desplazarse en busca de la tierra firme.

Esta tortuga laúd todavía no había aovado en la orilla de playa alguna. Los diez primeros años de su vida, las medusas habían supuesto su único objeto de concentración. La tortuga laúd debía ingerir diariamente el equivalente al 90 por ciento de su peso, es decir, unos 300 kilos de alimento desde que nacía el sol hasta que desaparecía en el fondo de sus ojos traviesos. Las medusas eran su desayuno, su almuerzo y su cena favoritos, tanto que solía alargar cada una de esas comidas hasta casi unirla a la próxima. Su jornada era una búsqueda continua de bichos incoloros y vaporosos que ella engullía sin inmutarse, de un solo bocado, tomando el final de cada trago como el inicio del siguiente. El sueño era una pérdida absoluta de tiempo de alimentación.

Ahora, sin embargo, la tortuga laúd debía abandonar su cueva submarina. Su propia naturaleza la requería con la gravedad solemne del didgeridoo. El cosquilleo que crecía en su útero desde varios días atrás le impelió a navegar sin demora rumbo a un occidente cercano. La tortuga laúd articuló sus aletas durante muchas lunas a un ritmo constante, matemático. Su boca reproducía la expresión sosegada y amable que había visto en sus congéneres más experimentadas en la instintiva ciencia de la puesta de huevos. Tras horas y horas de buceo, recordaba al macho que la fecundó, su cuerpo pesado que se transformaba en una ligera mole compacta al contacto con el agua, sus sonidos quejumbrosos fruto del esfuerzo por mantenerse en todo momento en contacto con el aire. Ahora el viaje era sólo suyo; era ella quien tenía que realizarlo, quien conocería medusas de sabores nuevos, quien sortearía peligros desconocidos, quien tardaría más que nadie en poner punto final a un ciclo del que, sin saber muy bien por qué, había elegido formar parte indispensable.

Tras quince días de expedición, la tortuga laúd se sintió progresivamente más cerca de la arena húmeda y blanda del fondo del mar. La presión se reducía y la luz inundaba el océano interminable. Cuando la luna ya refulgía en lo más alto del cielo, sus aletas tocaron suelo mientras su cabeza respiraba viento, fenómeno repetido por primera vez desde que huyó de la orilla hostil en la que rompió su propio huevo, su primer hogar. Empujándose con sus cansadas extremidades mostró su gigantesco organismo al mundo terrestre. Tenía hambre, el sueño la invadía por momentos, pero la llamada ineludible de su especie la obligó a excavar.

El sol llegó pronto; también lo hizo el calor asfixiante de las postrimerías estivales. El cuerpo cansado de la tortuga laúd continuaba perforando la orilla de la playa con desesperación apacible, como si tuviera la certeza de estar a punto de encontrar algo inmóvil y valioso. Las primeras olas de la mañana rompían en su lomo sin caparazón. Los ojos se le llenaban de arena fina y molesta que sus párpados deslumbrados no lograban expulsar.

Los restos de conchas inertes empezaron a instalarse en sus espaldas, cómplices de un agua salada y aburrida. Las aletas de la tortuga laúd perdían potencia y rapidez a medida que su cuerpo iba introduciéndose en tierra, alargando el agujero que estaba fabricando para sus crías. “La tortuga laúd estaba cavando su propia tumba”, pensarían otros al ver la mortífera estampa. La primera muerte deseada de una tortuga laúd.

La encontró a las siete y media de la mañana un corredor matutino, un pescador iluso o el perro suelto del amo que camina distraído por el paseo marítimo. Nadie sabía, en aquel pueblo, qué era una tortuga laúd hasta aquel día. En la foto, ella llenaba la pala del tractor que movió sus 300 kilos de peso de la orilla del mar.

En la sala de necropsias del Instituto Y no cabía nadie más. Mientras tanto, el hoyo que había cavado la tortuga laúd permanecía vacío.




miércoles, 12 de noviembre de 2014

Luna gajo de naranja

Luna 
gajo de naranja. 

La luna me estaba mirando desde el cielo mientras yo conducía de regreso a casa, como casi cada noche. Era bella, fuerte, y a la vez escurridiza, y huía de los reojos furtivos que le lanzaba desde el volante. Deseé que muchos más la vieran. Siempre me habían sorprendido las lunas que parecían cernirse sobre los edificios lejanos, que proyectaban su luz silenciosa sobre el mar tranquilo del este, que se colaban sin permiso por las ventanas de las buhardillas. Volviendo a casa me pillaban por sorpresa, y al día siguiente me olvidaba de que habían existido.

Me encontraba en esa etapa de la vida en la que cosas hasta entonces insignificantes empezaban a alzar la mano. Reencontrarse al menos una vez al año con ciertos amigos, ni uno más, ni uno menos; dormir ocho horas a partir del miércoles para conseguir llegar al fin de semana en condiciones salubres; salir al campo y abandonar el mundo, siempre de vez en cuando, a pasear, a correr, a respirar. Descubrir una perspectiva desde la que observar una calle de sobra conocida, admirar la luz de la luna adentrándose por el tragaluz cuando dormían ya todos.

Si siguiera a la luna, pensé, descansaría durante el día y marcharía de noche. Habría de tomar barcos, lanchas y veleros. Llegaría tarde a cualquier lugar en el que me esperaran. Me saltaría las clases, dejaría por hacer el trabajo y faltaría a las citas extraoficiales. Las personas a quienes solía ver me echarían en falta durante unos días, pero no tardarían en sustituirme por alguna anécdota graciosa o un problema compartido. Nadie sospecharía que estaba yendo tras la luna, me dije. Por un momento consideré girar el volante hacia la derecha, desafiar al quitamiedos, sobrevolar los diez o doce metros de arena e irrumpir en la quietud del mar nocturno en una acción poética que justificase la búsqueda de una luna inalcanzable.

Yo quería hacer muchas cosas, tantas, que a veces me asaltaba un deseo enérgico de escapar de todas ellas. Por el día, conduciendo en dirección contraria al sendero de la luna, todo lo quería: quería el movimiento, la voz gritada, los abrazos helados de buena mañana, el café barato de máquina tras el almuerzo. Y todo lo esperaba con ilusión. Por las noches, sin embargo, nada me parecía atractivo, y en ocasiones habría rechazado la totalidad de mis proyectos si sólo me hubiesen ofrecido una casita apartada con una gran biblioteca y un pequeño sustento.

La luna se desnudaba para mí varias noches al mes, y a mí me daba miedo mirarla con descaro por si, en un arrebato de cordura, me atrevía a perseguirla.


domingo, 9 de noviembre de 2014

Mi casa

Hoy he mirado mi casa desde abajo, desde la calle, y me ha parecido más pequeña que nunca.

Estaba sacando a mi perro, aunque esta forma de decirlo sea algo imprecisa, puesto que nos separaban muchos metros y varias calles. Vivo delante de un descampado reconvertido en párking, más allá del cual se extienden, horizontales, las vías del tren. Mientras mi perro corría como sólo puede correr los domingos -libre, joven, veloz-, yo me he apoyado en la tapia que separa mi calle de los aparcamientos y, accidentalmente, mis ojos han reparado en mi casa.


La he visto menguada, achatada. He intentado, con un esfuerzo directamente sacado de la memoria, estirarla, hacerla llegar un poco más alto. Se me ha ocurrido que, de tanto mirar al suelo, ahora me costaba apreciar las verdaderas dimensiones de una gran construcción. He esperado para ver si mi mirada se habituaba a la nueva dirección que adoptaban mis sienes y mi nuca, pero todo ha continuado igual.

Ésta es la casa en la que yo he vivido desde que nací. De ella sé lo justo, como que la construyó mi tatarabuelo, que la bañó el Modernismo y que un hombre murió en ella antes de llegar mis padres. Más o menos en la mitad de mi vida ellos restauraron la fachada, que ahora contrasta con la dejadez de la casa vecina, simétrica a la mía en estructura, pero en nada más. 

Cuando era niña acostumbraba a jugar en mi trozo de calle con mis amigas. Con Eulalia hacía collares y luego intentábamos venderlos a los transeúntes que volvían cargados de Mercadona. Anna y yo nos lanzábamos un muñeco al aire como si fuese una pelota. La puerta de mi casa siempre estaba abierta; no temía que mi gata de entonces, Cleta, que sufría un terror enfermizo por el exterior, se escapase.

A veces, durante esos atardeceres de verano que conceden un generoso respiro al poniente, salía a uno de los balcones del primer piso a tocar el violoncello. Allí sólo podía colocar la mitad de mi cuerpo y un trozo del instrumento, y además tenía que tocar piezas que me supiera de memoria, pues no había espacio para el atril.

En una de las dos ventanas del último piso abuhardillado habito ahora. La otra no se ha abierto en 24 años, impedida como está por un armario de cuatro de baño. Esa ventana es como el ojo ciego de mi casa.

Mirando al límite entre mi casa y el cielo pensaba esta mañana que aquello parece una terraza, porque el tejado, que sólo comienza a inclinarse un par de metros más lejos, es invisible desde la calle. Grapando el ángulo formado por el choque entre fachada y tejado he descubierto un motivo floral, una especie de hoja de parra que se asoma allí arriba, burlando la percepción de hasta quienes creen conocer bien su propia morada.

La casa me parecía tan pequeña. Me he alejado para contemplarla desde el párking, esperando que sus márgenes se despedazaran y que su magnitud no encontrara bloqueos a la expansión. Pero cuanto más lejos me iba, menor parecía mi casa.

Mi perro, que no existía cuando mi casa aún era grande, ha llegado corriendo por una calle del norte, y, dejando al frío fuera, hemos traspasado de nuevo el pórtico. Mi casa ha quedado fuera.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Dudas


Una semana llena de preguntas y vacía de respuestas.

Estos ciclos se dan. Suceden. Cuando un interrogante se abre, tarda mucho tiempo en cerrarse definitivamente. Y ese “definitivamente” es un engaño, una mentira que nos creemos porque es dulce, confortable; porque nos ayuda a vivir, aun siendo del todo irreal.

Todos nos preguntamos cosas, y todos atesoramos dudas que nos agotan durante el día y que se aparecen en los sueños por las noches.

Pocas personas se atreven a meditarlas, a manifestarlas e incluso a compartirlas con terceros. Algunas lo hacen cuando las dudas son sólo un embrión informe en la base de su estómago. Otras las expresamos cuando, a base de recorrer cientos de caminos internos cuyas señales de tráfico las han derivado una y otra vez a los mismos callejones sin salida, se han convertido en una maraña de imposible resolución sin la ayuda de otros.

Las respuestas de los demás son reconfortantes y acogedoras, e incluso pueden proporcionar una calma pasajera como la que mana del pecho caliente de una madre lactante.

Sin embargo, el alivio que se deriva del desahogo compartido es efímero, ficticio, y más pronto que tarde reaparece la angustia, el dolor; la duda se amplifica y, como una gota de agua que se rompe sobre el mármol del lavabo, se subdivide en nuevas preguntas que martillean a la cabeza exhausta y harta de circulares e infructuosos pensamientos.

El mundo ha sido diseñado para tener éxito, para prosperar, para estar seguro, para no dudar.

La duda es semejante a una condena existencial de la que todos, en masa, huimos, para en seguida descubrir que nos pisa los talones inexorablemente.

Y así, poco a poco, mientras odiamos el proceso, las preguntas van acumulándose en un cuaderno mental que no halla par en el mundo de lo tangible. El cerebro se va cargando de ideas grises que conectan a los complejos con la vivencia, a la culpabilidad con el deseo, al miedo con la incapacidad, a los hechos con otros hechos más cercanos en el tiempo; a la vida consigo misma, al fin y al cabo.

Dudar siempre es sufrir un poco, pero donde más sufrimiento hay es en la verdad. 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La cuerda floja del arte


Impulso y control. Impulso o control. ¿Impulso contra control?

Escribía yo sobre los verdaderos escritores. Desde hacía unos días retorcía con obsesión aquella idea de que uno sólo puede escribir sobre sí mismo si quiere que haya verdad. “Verdad” es un concepto que se utiliza muchísimo en arte dramático: “tiene que haber verdad”, “tenéis que crear verdad”, “allí no se respiraba verdad”. En una de las primeras clases de este curso hablábamos del equilibrio, parecido al de una cuerda floja, que en teatro existe entre la mentira y la verdad. Un compañero de clase dibujó cada una de estas palabras en sendos extremos de un palo del tamaño del de una escoba que empleamos para entrenar en una asignatura. Cada vez que lo veo recuerdo la eterna disyuntiva con la que debemos convivir quienes pretendemos crear arte, cualquiera que sea el ámbito escogido para ello.

El lunes asimilé lo de escribir sobre uno mismo. Llevaba días escribiendo sobre un niño al que no conocía de nada y que apenas guardaba una inapreciable semejanza conmigo. El relato se estaba convirtiendo en algo tedioso, en una espiral de dramatismo carente de orificios por los que respirar contrastes. La verdad es que hacía varias jornadas que no escribía, porque no sentía nada por aquel personaje inventado que me estaba empezando a caer mal.

Había estado el fin de semana leyendo a Lorca. El lunes leí por obligación a Almudena Grandes, cuyo estilo, perdonadme, no soporto, y por relaciones de diferencia lo comprendí: si la escritura no sale directamente de las vísceras, si no traspasa implacablemente los órganos para abrirse paso hasta el papel, si no duele ni agujerea las entrañas… si el lector no percibe que el escritor se ha abierto en canal para volcar lo más íntimo, lo más vergonzoso, lo más infantil, lo más relacionado con su mundo interno y con su imaginación más original, entonces no se trata de verdadera literatura. “Verdadera” por verdad; la misma verdad de la que habla el teatro.

Esa misma noche escribí un relato tan verdadero que no puedo mostrarlo, porque dolería a algunos.

Y pensé en la relación de la verdad de la escritura con la verdad del teatro. Me llevé los pensamientos a la mesa, a la cama, al coche del día siguiente, a las clases. En la de acrobacia, el profesor nos habló de la relación entre el cuerpo y la mente, tan corrompida en la sociedad occidental. Nos hizo hablar mientras improvisábamos movimientos, y no podíamos sino caer en la repetición más burda. En la mayoría de nosotros la mente va por un camino y el cuerpo recorre otro; es así durante las 24 horas de cada día. Cuando conectamos ambos, dijo, es cuando se genera el impulso creativo.

Verdad. Mentira. Impulso. Arte. Creación.

Relacioné aquello con mis pensamientos recién eclosionados. Un escritor puede morir sin haber llegado a la conexión cuerpo-mente, instinto-razón, impulso-reflexión. Un escritor puede morir sin haber escrito nada que haya partido realmente de sí mismo. Un escritor no tiene por qué saber que esos canales entre su cuerpo y su mente están congestionados; ni siquiera tiene por qué conocer la existencia de los mismos.

Un actor descubre esta difícil realidad cuando se enfrenta al público en una obra amateur o al ingresar en una escuela de arte dramático en la que, día a día, es su propio enemigo. Es una suerte, de todos modos. 

En la tarde de ayer, el mismo profesor que nos habló de la cuerda floja nos repartió quince papelitos, uno a cada alumno de la clase. En cada recorte estaba escrito un fragmento del Manifiesto Futurista. Coged un objeto, nos dijo, el que queráis, y ocupad todo el espacio. Cada uno irá leyendo su parte, deconstruyendo el texto, por orden; las partes están numeradas. Los demás sólo debéis reaccionar a lo que estéis escuchando y a lo que suceda en el momento, teniendo a vuestro objeto en cuenta. Podéis interactuar. ¿No hay límites?, preguntó alguien. No hay límites, respondió el profesor.

Estuvimos una hora, o más –no tengo la certeza, porque hubo un momento en que perdí de vista la dimensión espaciotemporal-, saltando, gritando, a veces queriéndonos, otras odiándonos; algunos se pegaban, otros reían o lloraban, pasando de una emoción a otra con una facilidad extrahumana. Formábamos un maremágnum de cuerpos extasiados inmersos en la pura acción-reacción; éramos seres animales tomados por impulsos multidireccionales y aparentemente arbitrarios que decidían explotar después de mucho tiempo contenidos.

La descripción de la experiencia no consigue encerrar el alma de lo allí vivido.

Hoy, en una práctica con una compañera, sentía impulsos: quería pegarle, quería poner mi cara a un dedo de la suya y gritarle y escupirle; quería tumbarla e inmovilizarla; deseaba insultarla y ponerle mi peor cara de odio. En lugar de hacer todo eso, contuve los impulsos. Luego me quedé pensando en ello.

Todo eso tiene que ver con la verdad teatral y con la verdadera literatura.

Obedecer impulsos internos es complicado para alguien que lleva más de media vida controlando lo que dice, lo que come, lo que siente y lo que hace. Gracias a Lorca, gracias al futurismo, gracias a mi compañera de escena, gracias a quien me habló de la verdad literaria y gracias, incluso, a Almudena Grandes, descubro que debo distanciarme del control para empezar, de una manera comprometida, a abrir la comunicación cuerpo-mente para que los impulsos más esenciales se canalicen y salgan al exterior. El impulso es la verdad; el control es la ficción. En literatura, en teatro; la cuerda floja del arte.




lunes, 3 de noviembre de 2014

Los verdaderos escritores


Un buen escritor es aquel que se deja ver tras sus palabras. Lo conozcas o no, sepas o no sepas cómo es su rostro, cómo sus andares, consigues, por algún proceso sobrenatural y desconocido, adivinar su alma, el estado emocional en el que se encontraba cuando redactó esas líneas. Las palabras que ha escrito y agrupado en oraciones separadas por comas, puntos y párrafos destilan una melodía reconocible a la que, leyéndola, sólo puedes calificar de genial, única. De repente piensas que escribir es algo sencillo, natural; es el mismo engaño en el que, pícaro, te hace caer el bailarín que, tras años de entrenamiento de fuerza, rapidez, flexibilidad y expresión, adquiere la ligereza del viento delicado y vuela con simplicidad por el espacio escénico, restándole dificultad a sus proezas, logrando que creas que tú podrías hacer lo mismo con sólo un poco de práctica.

Hay pocos escritores que despierten esa sensación en las personas. Lorca, Saramago, Cortázar, García Márquez. Pero los cuatro están muertos. En la actualidad otros escritores lo continúan intentando, pero su prosa parce resistirse a la fluidez inevitable que se desprendía del talento de los que ya no respiran. Escritores famosos y consagrados despachan cientos de miles de copias de libros escritos en un lenguaje artificioso, pensado y repensado para parecer buena literatura. Pero sólo es literatura fingida, sin impulso, sin sangre ni lágrimas ni crueldad. Si el lector ha de volver una y otra vez sobre una frase para comprender lo que el autor quería expresar con ella, entonces es que no está ante una buena obra. Pero eso es lo que vende ahora: pseudoliteratura disfrazada de intelectualidad barata, cargada de un ego del que los verdaderos literatos carecían y que quizá deseaban poseer.

Los verdaderos escritores cocinan narraciones redondas, con un inicio y un final que encajan igual que las dos mitades de un puzle tridimensional de un par de piezas. Sus frases evocan imágenes, dibujan sensaciones en el estómago del lector, y él se reconcilia con ellas; algunas incluso puede reconocerlas en el sentido más literal del verbo, olvidadas después de años surcando los mares descuidados de la memoria. Las metáforas son sencillas, escritas con una poética tan refinada que no hace falta ahondar en su significado, pues la sola belleza que florece en la unión de las palabras es suficiente para alimentar un alma hambrienta.

Los escritores que llegan a rozar los entresijos de la emoción humana cambian el orden natural de las palabras, del sujeto y del predicado, y aun así el resultado continúa pareciendo perfecto, como si fuera obvio que debía ser así y no de ninguna otra manera. No sé cómo lo hacen, pero con un sintagma de dos únicas palabras consiguen despertar toda una cadena de pensamientos, fotografías, emociones y cosas dichas, y otras cosas no dichas, que suceden en solamente esas diez letras, si llega.

Y algo más, dentro de todo lo más, que es mucho: el sabor de sus palabras se adhiere al paladar de quien ha sorbido con ansia su escritura, y allí permanece sin que el lector se dé cuenta. Y de allí, atravesando quién sabe cuántos nervios, células, neuronas y músculos, llega al inconsciente, y pare algo, una idea, una creencia, una verdad nueva con la que convivirá el resto de su vida sin saberlo.

Yo los leo y no puedo evitar preguntarme si algún día conquistaré todo eso.


martes, 28 de octubre de 2014

Sentimientos. Esencia.

Había sentimientos que no sabía nombrar. Al experimentarlos de esa manera casi impropia, externa, recurría a la vía fácil, que era intentar tapiarlos con la culpa o desoír sus cánticos amedrentados. Nunca, hasta un atarceder de martes en el coche, volviendo a casa, pensó que, a lo mejor, la acidez que sentía en el pecho y que reaparecía casi cada noche justo antes de la cena podía tener una doble lectura, una traducción amable; que se podía tratar de melancolía, o mejor, de saudade, como acertadamente agrupan los portugueses en una palabra la voluntad acerba de reencontrarse con un amigo o con una patria lejana.

"Echar de menos". Ésa era la construcción que la vestía ahora al igual que el flexible guante cubre una mano etérea, inmaterial bajo la tela. "Os echo de menos", escribió en un mensaje de texto. Lo envió. "Tan fácil", se dijo, "tan sencillo que nunca había caído en ello".

Todo el día había estado bailando con diferentes músicas, moviéndose al son de ritmos ahora pausados, luego frenéticos; se había empeñado en enderezar la espalda y la energía, proyectando la nuca casi al techo, caminando como si bajo sus pies se acumulara arcilla deshecha y caliente. Como siempre, perdía la lucha contra una agenda que trataba de armar en su cabeza. Cerraba los ojos; uno estaba irritado de tanto enfocar la perspectiva equivocada. Los abría, y trataba de llegar a esa esencia que todos tenían; eso había escuchado cada día, varias veces.

¿Pero dónde residía la suya? ¿En qué oscuro cruce había aparcado? No era un buen día. ¿Y por qué?

Sentimientos sin nombre. Traducciones torpes, como ella se veía a sí misma. Falta de práctica. Una decisión; disciplina y una antorcha. Un escenario la espera.

lunes, 27 de octubre de 2014

Una mirada tan honesta

En sus ojos se leía la más pura honestidad. El color cobre de sus iris respiraba una transparencia más infantil que la de los niños. Ella supo que él no sabía ni quería disimular su capacidad de navegar por los recovecos más precipitados del alma de los otros. Pero no era vulnerabilidad lo que sentía cuando le miraba a los ojos; lo que se generaba en su ser no tenía nada en común con la desnudez incómoda que le producían las miradas invasoras y prepotentes que encontraba en algunos artistas ególatras que creían poseer el don, y por tanto el derecho, de la lectura mental.

Todo se tornaba sencillo a su lado; fluido. Caían las máscaras y morían los personajes. Quizá porque se daba cuenta de que con él no valía la pena fingir. Y no porque fuera a darse cuenta de la farsa, sino porque con él no aparecía la posibilidad de aparentar, de intentar parecer más listo, más tolerante o más generoso. Las luces y las sombras cobraban significado cerca de él. Todo era aceptable y aceptado. La miseria aparecía de debajo de los poros, de los callos, de las cicatrices de una piel rasgada y añeja, y se transformaba en algo bello, limpio, tan humano como un bebé recién nacido, libre, aunque no lo dijera dios, de pecado.

Ella buscaba de forma salvaje a las personas que, con su sola presencia tranquila, le hacían sentir que podía ser ella misma. No las encontraba frecuentemente. Pero, cuando daba con una, era como recuperar la respiración normal tras una inmersión duradera en un mar muy hondo. Si existían conexiones invisibles entre ella y el universo, aunque fuesen frágiles como hilos de seda, se abrían, florecían repentinamente, creando un ir y venir de pensamientos ingrávidos, de sentimientos que sabían a fresa, a zanahorias dulces, a algodón. No existían muchas personas así, o al menos ella no las había encontrado, pero a esas pocas las guardaba en su memoria o en su agenda de teléfonos, y a veces recurría a ellas aunque fuese haciendo un viaje tan imaginario como real.

¿Dónde se habrían gestado aquellos ojos? ¿Esconderían algún trauma, alguna debilidad? ¿O realmente serían tan sinceros como parecían? Había tanta gente que escondía gigantescas derrotas detrás de unos ojos bonitos. Ella tenía intuición, y la cultivaba sin ser demasiado consciente de estar regándola con su simple vivir, pero no sabía si era suficiente para conocerle a él en su ser más escondido y vedado a los que no se habían ganado un acceso privilegiado. ¿Cómo alguien permitía que cualquier persona descubriese su verdad? ¿Era eso posible, o era otra pose más, parecida a la de algunos artistas con quienes convivía?

¿Era posible una mirada tan honesta?

martes, 21 de octubre de 2014

Cultura

El otro día vi en los informativos de TVE un reportaje que informaba sobre la nueva edición del diccionario de la RAE. En él se daba un dato que me impactó: la palabra más buscada el último año en el diccionario online de esta institución ha sido cultura. La verdad, pensé, es que, así en frío, yo no sabría definir esta voz con la que a tantos se nos llena la boca. Así que la busqué en la aplicación de móvil que más uso (después del WhatsApp, I confess), y que es, una vez más, el diccionario de la RAE.

Me encontré con múltiples acepciones. Copio y pego tal cual:

cultura.
(Del lat. cultūra).
1. f. cultivo.
2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.
4. f. ant. Culto religioso.
~ física.
1. f. Conjunto de conocimientos sobre gimnasia y deportes, y práctica de ellos, encaminados al pleno desarrollo de las facultades corporales.
~ popular.
1. f. Conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo.


La primera reza "cultivo". Nunca lo habría dicho, pero así es. No sé qué jerarquías siguen las distintas definiciones de una palabra en cada entrada de la RAE, con lo cual desconozco si la palabra "cultura" es mayormente usada para referirse a su primera acepción. 

Pero eso es anecdótico. Porque lo que me interesa realmente es la segunda línea. Cuando me indigno con la humanidad, que suele ser cuando más consciente soy de la realidad y bajo de mi mundo yupi para enfangarme con la suciedad -normalmente encubierta- que me rodea, el pensamiento que me azota de una manera especial es "si es que la gente no piensa". Y así lo creo: presumimos de ser animales racionales, inteligentes y autoconscientes, y sin embargo desaprovechamos repetidamente ese cerebro que la naturaleza nos ha dado, lapidando poco a poco su potencial a base de no ponerlo en marcha. Los medios de comunicación de masas venden como atractiva y deseable la personalidad del cateto por voluntad propia, la de la persona que, teniendo todo el conocimiento de la Historia a su disposición en una era en la que estamos sobreinformados, decide entregarse al abismo de la ignorancia y del pasotismo supuestamente rebelde, porque es más guay o porque es lo que se lleva. Y, para qué engañarnos, es cierto que el saber, el conocimiento, la cultura al fin y al cabo, no están de moda, incluso parece que quien se esfuerza por, aunque sea, rozarlos con las yemas de los dedos, está desfasado o pertenece a una secta aburrida y sosa de la que es mejor mantenerse alejado.

Tengo la suerte de haber crecido en un ambiente en el que la cultura era (y es) un valor apreciado. Y, gracias a haber estado en contacto con ella desde pequeña, ahora puedo continuar rodeándome de personas que valoran igualmente el saber, cuyo motor esencial es la curiosidad (algo también denostado en nuestros días, por cierto). Pero muchas otras personas no tienen acceso a la cultura de pequeños, que es precisamente cuando esa conexión mágica y duradera puede afianzarse. Más tarde ya es difícil que eso se dé, aunque no es imposible, claro. Sin embargo, me asusta ver cómo gente de mi edad o más joven que yo no sólo no repara en la cantidad de cultura que emerge a su alrededor (en universidades, teatros, librerías, salas de cine, etc.), sino que incluso escapa de ella como si de un virus altamente contagioso se tratase. Parece que asocian "cultura" a "esfuerzo", y sí, en cierto modo lo es, pues leer un libro o interpretar un cuadro supone un ejercicio mental complejo, pero a la vez apasionante y retador. Poder descifrar los códigos culturales es, creo, uno de los factores que nos hace humanos pensantes en lugar de hombres-máquina, como dice Chaplin en la inmensa "El gran dictador".

No puedo evitar reflexionar sobre dónde está el error del sistema educativo y de nosotros, en general, como conjunto social, cuando descubro que amigos míos, universitarios algunos, matan el tiempo libre con "Hombres, mujeres y viceversa". O cuando, en las listas de libros más vendidos, "Cincuenta sombras de Grey" ocupa la primera posición. Cuando salas de proyecciones independientes echan el cierre mientras los cines comerciales se llenan los bolsillos con la última americanada de turno. ¿Es todo eso cultura, o se trata más bien de opio para el pueblo? Una pregunta que solía hacerme es si es preferible que una persona no lea nada a que lea literatura barata. Supongo que la respuesta varía según la persona de la que se trate (de las oportunidades que haya tenido a lo largo de su vida por acercarse a la cultura, de la época en la que nació, etc.). En concreto, yo pienso ahora en los jóvenes como yo, que han estudiado, que han viajado, que se han relacionado con otras culturas -precisamente-, gente que con un click puede dar con billones de billones de bytes de información de calidad, pero que prefieren invertir la señal del wi-fi en ver, durante horas, vídeos de memeces en YouTube.

A ver. Creo que hay tiempo para todo, y que entretenerse por el simple hecho de entretenerse es perfecto a veces. Pero el mundo, aunque ha estado habitado por los humanos durante muy poco tiempo comparado con la edad del planeta, alberga un vasto conocimiento en diferentes formas, en las más diversas artes y ciencias (que evolucionan de la mano). Y todo eso está ahí para nosotros, y cuanto más lo amemos y valoremos, más tendremos de esa cultura que nos permite, como dice la RAE, desarrollar nuestro juicio crítico. Y ese juicio crítico no sirve, como parece que muchos culturetas pedantes piensan, para fardar delante de todo aquel que se cruce por nuestro camino, dejándole boquiabierto con las enumeraciones, los datos curiosos y las correcciones repelentes de las que somos capaces. Para mí, el juicio crítico nos permite ser más conscientes de lo que nos rodea, reaccionar -y sobre todo actuar- ante las injusticias, tener una perspectiva amplia de las cosas y medir bien todas las caras del prisma antes de formar nuestra propia verdad; nos permite ser cautos, prudentes y serenos en nuestras opiniones, ponernos en la piel del otro en lugar de juzgar sus actos, aumentar nuestra curiosidad y despertar en los demás el deseo de saber, de conocer, de informarse, de alimentarse de la cultura que está naciendo a cada momento en cada molécula de la Tierra. En definitiva, nos permite ser más humanos, más pensantes y más humildes, pues, cuanto más conoce uno, mejor sabe todo lo que le queda por conocer, y no osa imponer su criterio ni hacer gala de él, porque se cuestiona permanentemente a sí mismo.

De Periodismo se me quedó la idea de que todos debemos tener una opinión sobre todo, en especial si somos periodistas. Yo pongo en duda esa condición: creo que es nuestro derecho y nuestra obligación informarnos, culturizarnos, y quizá vislumbrar unas ideas que nos orienten, que nos den sustento. Pero creo que es todavía más importante dudar de todo, incluso de lo que ya damos por sentado. A eso me refiero cuando me indigno y pienso que las personas no pensamos todo lo que deberíamos pensar. Nos movemos por la vida con opiniones que creamos hace muchos tiempo y que no nos hemos vuelto a cuestionar. Puede que nos funcionaran hace 10 años, 5 meses o ayer, pero ¿nos sirven todavía? ¿Hemos actualizado nuestro disco duro? ¿Hemos PENSADO de nuevo? No. Y no hemos pensado porque no nos hemos aproximado a ese libro que sacudiría las creencias más inconscientes y arraigadas, porque no hemos pagado la entrada de la obra de teatro que nos dejaría tocados durante dos semanas, porque hemos preferido evadirnos de la realidad con una peli romanticona y llena de tópicos que con una cinta de las que invitan a reflexionar de la manera más feroz.

Me queda la esperanza de que "cultura" haya sido la palabra más buscada de la RAE porque muchísimas personas queramos saber qué es exactamente eso que amamos y que nos nutre día a día. 



lunes, 20 de octubre de 2014

Pablo y la vida I: Nacer

Vida: Fuerza o actividad interna sustancial, mediante la que obra el ser que la posee. Implica las capacidades de nacer, crecer, metabolizar, responder a estímulos externos, reproducirse y morir.

Nacer

El padre de Pablo se suicidó un día después de nacer su hijo. Estaba de viaje y pensaba que su mujer pariría dos semanas más tarde. Por eso planeó su muerte de ese modo, para perjudicar lo menos posible la alegría del parto sin tener que coincidir con el niño en este mundo. Pero los cálculos no se ajustaron a lo previsto y Pablo se adelantó dieciséis días, como si presintiera que su padre estaba planeando irse sin conocerle y quisiera aparecer ante él, más indefenso y menor de lo esperado, para hacerle cambiar de opinión.

Su padre no llegó a enterarse del nacimiento de Pablo. Cuando llegó al hotel horas después de que su mujer hubiese ingresado en el hospital, el recepcionista le extendió una nota con un número de teléfono. “Ha llamado su madre. Le pide que se ponga en contacto con ella cuanto antes”. En el maletín que portaba, el padre de Pablo guardaba cuatro cajas de somníferos y una petaca llena de vodka. La urgencia que se le suponía a aquella llamada le hizo pensar en su hijo nonato. Eliminó la idea. Dolía. Menos de veinte minutos después había ingerido el cargamento de su maletín y se preparaba para recibir a una muerte que, casi desde el momento de su nacimiento, había ansiado.

Le hizo falta crear una vida para atreverse a poner fin a la suya. Pablo nació por cesárea; acarició el aire por primera vez a través de una abertura que a su madre siempre le dolería mirar. Las primeras horas fueron de celebración, de ternura honesta hacia una vida que se iniciaba y que todos concebían tan lejana a la muerte, cuando la realidad era que había nacido de ella. La madre de Pablo, que en un principio lamentó la ausencia de su marido en el parto, se vio poco a poco seducida por lo anecdótico de la historia que contarían a la pandilla: “Jesús adelanta el viaje para poder acompañarme, y va este pillo y decide salir dos semanas antes de la fecha que me dieron los médicos”. Para el siguiente –porque habría siguiente- Jesús habría aprendido la lección, y pediría a su jefe que no le programase salidas de trabajo al menos durante los dos meses anteriores al nacimiento. Si el primero se adelanta quince días, el segundo podría ser sietemesino.

A partir de la mañana siguiente, todos empezaron a preocuparse. La abuela volvió a llamar al hotel, y el recepcionista le aseguró haber entregado la nota con el teléfono del hospital al huésped de la 206 unas horas antes. “Llegaría cansado y no pensaría que podía tratarse de esto”, le dijo a su nuera. “Debería haber añadido que estabas de parto”. Las llamadas al hotel se hicieron cada vez más frecuentes: cada media hora, cada quince minutos, cada diez. Nadie cogía el teléfono en la 206. Su ocupante no había bajado a desayunar. La penúltima noticia fue que la puerta estaba cerrada por dentro.

Pablo dejó de existir para su madre cuando le comunicaron lo sucedido. De maternidad se la llevaron a psiquiatría para rescatarla de aquella ciénaga de bramidos y cólera desencajada. El bebé se quedó solo en la habitación hasta que una enfermera, todavía impactada por la historia que, seguramente magnificada, había llegado a sus oídos, recordó que un niño había nacido allí la madrugada anterior. Lo encontró dormido, su manita suave y laxa rozando un pequeño perro de peluche que yacía a su lado. Una alfombrilla de pelo rubio y quebradizo cubría su cabeza. Las cejas, aunque casi inexistentes, permitían suponer que algún día cobrarían el color de sus cabellos. Sintió el deseo de acariciarle la mejilla, algo que, por otra parte, solía pasarle con casi todos los recién nacidos. Pero con éste el deseo nacía de un lugar distinto al habitual; no se trataba de un impulso originado en el afecto, ni en la atracción involuntaria que provocan los bebés y que activa un resorte humano, inconsciente casi siempre, que nos empuja a admirar una belleza tan pura y sutil, formada mediante procesos que, por mucho que la ciencia trate de explicar, continúan pareciendo indescifrables, incluso para una enfermera. No; ella deseó acariciar a Pablo no por amor al misterio de la vida, sino por una pena inmensa que traspasaba su pecho y que guiaba su mano derecha, arriba y abajo en la mejilla del niño.


-Que tengas suerte en la vida, Pablito.

Continuará

sábado, 18 de octubre de 2014

Lo que puede salvar al mundo



"La música clásica es lo que puede salvar el mundo". Eso fue lo que pensó Antonio una mañana en la que, conduciendo su Peugeot 206 hacia el trabajo, escuchó en la radio "el lamento de Dido", de Henry Purcell. Siempre sintonizaba aquella emisora; su horario le hacía coincidir invariablemente con el mismo programa. No se podía decir que fuera especialmente la música de Purcell la que estimulase aquel pensamiento, puesto que no era la primera vez que convivía con ella, ni siquiera con esa pieza en concreto. Sus manos descansaban sobre el volante en la posición acostumbrada -las dos menos diez-, el sol le daba de perfil y la autopista se extendía ante sus ojos, suave y solitaria a ñas siete de la mañana.

El presentador había anunciado el título de la obra. Antonio, como hacía cada vez que llegaba una composición que estimaba de manera particular -pues le acercaba a parajes remotos de su memoria o le sugería emociones que no solía experimentar en su rutina de profesor-, subió el volumen de la radio y redujo la velocidad para que el motor del destartalado coche no encubriera, con su ruido de máquina desengrasada, las afortunadas notas de la partitura, que se unían entre ellas con legatos que eran como invisibles hilos de seda, con silencios que contenían la explosión potencial que estallaría más tarde con toda su fuerza.

El locutor calló y la música comenzó a sonar. Antonio reparó en el progresivo aclaramiento de las nubes del exterior, que mutaban desde un azul postizo hasta quedar blancas, despiertas en un cielo que respiraba novedad. Se fijó en el mar, continente de una vida que amanecía, discreta, secreta para todo ser pensante, un mar cuyas olas de anoche habían muerto y que esperaba las de hoy, todavía inexistentes. A su derecha, pequeñas ciudades y pueblos grandes creaban fronteras entre huertas a las que los primeros campesinos arribaban con sus tractores. La mañana era limpia, circundada por un carril en el que todo discurría con la fluidez propia de las notas que se deslizan por una partitura magistralmente compuesta.

Con el crescendo de la emoción de Dido, presa inevitable entre el desbocamiento y la contención más lastimosa, Antonio fue olvidando que sus manos sujetaban el volante, que su mirada continuaba pendiente de los coches sueltos que le adelantaban, que su oído permanecía atento a las ondas de música que salían de los altavoces y parecían expulsar al aire para robarle todo su espacio. Las partículas que formaban el cuerpo de Antonio reclamaron, también, su derecho a expandirse, y de repente ya lo habían hecho, traspasando las puertas de su coche y diseminándose, en un caos organizado, por los pueblos, la huerta, las nubes y el mar.

Cuando el último quejido se evaporaba en los labios de Dido, una suerte de hada minúscula, lúcida, le obsequió con aquel pensamiento. "La música clásica es lo que puede salvar el mundo". Como si su cuerpo se hubiese convertido de repente en un imán potentísimo, sus millones de partículas, excitadas por el contacto directo con tierras ignoradas, fecundas realidades y emociones amplificadas, retornaron a sus lugares de origen. Como una reminiscencia penosa, como la limosna triste a la que se asemeja el alargamiento de un sueño anhelado cuando uno ya ha despertado, los pelos de sus brazos se erizaron al unísono y el nudo que la respiración había formado en sus pulmones se mantuvo durante unos segundos más. Aturdido por la incredulidad y en el choque que experimenta quien se da de bruces con una verdad que sólo ha podido asir durante unos instantes para, en seguida, devolverla a la libertad de la que forma parte, Antonio continuó conduciendo hasta llegar al aparcamiento del trabajo. El pensamiento, que había perdido poco a poco el pleno significado que había henchido su alma, recorría ebriamente su cerebro, y revivir la sensación de haber sido, por primera vez, un solo ente, generoso, alerta, presente en todas partes, fue a partir de entonces el fin último de su existencia.

Continuará


miércoles, 15 de octubre de 2014

Ese olor a librería

La historia de mi vida estará siempre ligada a la librería París-Valencia, o mejor dicho a una de las tres que existen en la ciudad, la del Parterre. Esta París-Valencia no es una librería especialmente encantadora, ni antigua, ni tampoco la caracteriza el desorden espontáneo de las pequeñas casas de libros regentadas por ancianos de los que continúan recomendando libros una vez traspasada con creces la edad oficial de jubilación. París-Valencia es una librería corriente; desde luego no tan aséptica y compartimentada como esas franquicias libreras que van invadiendo poco a poco el continente, pero sus dimensiones son grandes y sus pasillos lo suficientemente anchos como para permitir que dos personas se crucen sin chocarse. Y sus secciones, por ejemplo, no están organizadas siguiendo una lógica continua; el teatro acaricia las portadas de los libros sobre paternidad, y la economía es vecina de la literatura infantil. A pesar de que la iluminación es potente, uno puede tropezar cada pocos metros con montañas de libros, desterrados de las estanterías por falta de espacio. Sus empleados no llevan un ridículo chaleco verde y amarillo y se acuerdan de tu nombre pese al paso de los años; apuntan tu teléfono en un pedazo de papel y te envían un mensaje al móvil para avisarte de que tu libro ha llegado, si antes no te han visto por la calle y se han parado a informarte de la entrega. París-Valencia no es un pequeño negocio familiar, o al menos ya no lo es, pero probablemente esté atravesando por las mismas dificultades que cualquier librería que no lleve por nombre FNAC o Casa del Libro, en esta época en la que las ediciones más cuidadas se sustituyen sin pudor alguno por fríos documentos electrónicos que simulan libros, ahora que preferimos tocar el plástico oscuro de un aparato electrónico a pasar las frágiles pero resistentes páginas de esos compañeros que conforman universos individuales y apetecibles.

Yo no sé de dónde me viene la afición lectora. Aunque mis padres son lectores entrenados y críticos, no confío mucho en que las preferencias culturales y de entretenimiento estén impresas en los genes. Pero sin duda creo que influyó que, desde pequeña, me acostumbrara a que los estantes de nuestro salón rebosaran libros, a tener que reestructurar su disposición cada vez que un nuevo ejemplar entraba en casa para poder encajarlo entre otras dos piezas, como si intentáramos hacer arquitectura con las palabras encuadernadas. A mí me encantaba hojear todos esos libros "para mayores" de mis padres e intentar descifrar su contenido, desistiendo, claro, a los pocos segundos. Recuerdo que, en una ocasión, imprimí de mi puño y letra palabras al azar en el libro que mi madre tenía en su mesita de noche, como si aquello fuera un diccionario en vez de una novela y yo quisiera enriquecerlo con mi vocabulario particular. De pequeña leía con ansia, libro tras libro, y ellos eran los mejores regalos que podían hacerme. Finiquitaba al menos una vez al año las tiras completas del "Todo Mafalda" que me compraron mis padres, aunque no entendía los chistes políticos y se me escapaba el significado de términos como "burocracia", nombre con el que aquella niña espabilada bautizó a su tortuga.

Mis padres abrieron, hace 17 años, una cafetería situada a dos minutos andando de la librería París-Valencia. Yo tenía entonces siete años. Algunos días que pasaba por el negocio (ya fuera para visitar a mi madre, que trabajaba y continúa trabajando allí, o para quedarme un buen rato porque en algún sitio tendrían que dejarme), alguien me acompañaba a París-Valencia y yo permanecía en el local hasta que volvían a recogerme. Recuerdo el proceso como sigue: nada más entrar, me dirigía a la sección de libros infantiles y me sentaba pegadita al módulo que los recogía, con el vuelo del vestido cubriendo mis rodillas flexionadas hacia los lados. Entonces empezaba a sacar libros de las estanterías: escogía los que me parecían más interesantes o llamativos, construía una torre con ellos y husmeaba entre sus hojas. Los que tenían menos texto y más ilustraciones me los acababa allí mismo. Algunos los leía en varias sesiones, y había otros que mis padres me permitían comprar. Yo sabía que me harían elegir un solo libro, y los momentos de la decisión final eran arduos, extensos y preñados de cavilaciones. Quizá de aquella época proceda mi dificultad para tomar decisiones rápidas y exentas de toda espontaneidad.

Así podía permanecer horas y horas. Quizá exagere, porque la percepción del tiempo es más dilatada en los niños, pero aun así yo recuerdo esas tardes de sábado como momentos de pura atención y presencia en el aquí y ahora. Los trabajadores de París-Valencia, muchos de los cuales aún continúan allí, me conocían y me permitían convertir su librería en una biblioteca. Cuando crecí un poco más, mis padres me permitieron desplazarme sola desde la cafetería hasta París-Valencia. Y la línea se repetía: entraba, saludaba a Silvia si la veía, ocupaba mi trozo de suelo y leía, observaba, admiraba aquellas páginas que aun hoy continúan otorgándome esa sensación de vida en flor y de historias, tantas historias que nunca podré conocerlas todas.

Ahora ya no visito tanto París-Valencia. A veces camino sola por el centro de la ciudad, o visito la cafetería de mi madre a la que entro y de la que salgo sin que nadie me tome de la mano, y me paso por allí. Puede que busque algún libro en concreto; puede que sólo quiera investigar, adentrarme en títulos que desconozco y en ediciones que me conquistan con su estética pero me espantan por su precio. En ocasiones no quiero nada en especial y salgo de allí con varios libros en la mochila. Los días en que tengo ratos libres y me encuentro cerca tengo que evitar la tentación de entrar en la librería, porque sé que los veinte euros que llevo en la cartera no cruzarán conmigo la puerta de salida. 

Hoy he estado allí poco antes de que cerrasen. Buscaba un libro de Stanislavski que no tenían. Me lo han encargado, apuntando mi teléfono en la acostumbrada hojita de papel. "¿Se lo acerco a tu madre cuando llegue?". De acuerdo. Como ése no estaba, he pecado y me he llevado otro. Total, se trataba de una edición barata y con una traducción de calidad, y, aunque ya no soy una niña que lee en los pasillos, todavía me hacen descuento. Al salir me he dejado seducir por portadas, por autores que no me suenan de nada, por biografías que ansío leer y por ediciones de bolsillo tan humildes y a la vez sumamente cuidadas. Pero no me he llevado nada más, excepto ese olor a librería que no es antigua, ni es intrínsecamente especial, ni tampoco encandila al público general con su esencia; ese olor que me ha golpeado cuando estaba a punto de salir, haciéndome sentirme niña de nuevo, intensificando el amor a la palabra, a los libros pulcramente editados, pero también a las publicaciones antiguas a las que se les desprende el lomo y que, aun así, resisten gracias a la fuerza delicada de sus costuras. 


lunes, 13 de octubre de 2014

Ruido

He crecido rodeada de ruido. Siendo valenciana, esto no debería sorprender a nadie. Un tercio de la importancia de las Fallas recae en las mascletaes, y otro en las despertaes (cabalgata de falleros tirando petardos a eso de las 7 de la mañana para poner a todo el barrio en pie con algún objetivo que todavía desconozco). Los petardos no sólo explotan en estas festividades; cualquier otra celebración es buena para lanzarlos: bodas, bautizos, comuniones, reuniones de amigos, fiestas locales, etc.

Pero además de ser valenciana con todas las consecuencias de ruidos que ello acarrea, la casa en la que crecí y en la que sigo viviendo está situada a unos cincuenta metros de la vía del tren. Así que cada hora oigo pasar unos tres o cuatro trenes, ahora hacia Valencia, luego hacia Castellón. Mentiría si dijera que me molesta el ruido de las ruedas deslizándose sobre los raíles o el de las bocinas que algunos maquinistas presionan como si les fuera la vida en ello. Después de 24 años he tenido tiempo para acostumbrarme a ellos, y lo cierto es que sólo soy consciente de que pasa un tren cuando estoy muy metida en una película o en el capítulo de alguna serie. El resto del tiempo, hasta cuando duermo (los trenes nocturnos existen y algunos pasan por aquí), ni me acuerdo de las vías.

Además de los petardos y de los trenes, tengo un perro, Ringo, que por las noches "duerme" en el patio de casa, en la planta baja. Y pongo "duerme" entre comillas porque la mitad del tiempo se la pasa ladrando. Y uno de sus alaridos es mucho más latoso que un tren de mercancías de cien vagones que viaje a 20 por hora. Resulta que Ringo escucha a los gatos de los tejados (dos de los cuales también son míos) y les ladra, no sé si por chincharles desde la distancia o a causa de la envidia y la frustración que le causa verlos divertirse y no poder escalar por el árbol para unirse a ellos. Ahora que me he mudado a la buhardilla y mi ventana ya no da al patio no le oigo tanto, pero aun así alguna noche me he sentido tentada de levantarme de la cama y berrearle algún improperio, como en los viejos tiempos. Pero al día siguiente vuelvo a quererle como siempre, que conste.

Ya tenemos las Fallas, la Renfe y el perro. ¿Qué más me falta para quedarme sorda? Que monten una iglesia evangélica al lado de mi casa. Eso sucedió hace unos años, y tuve la suerte de que uno de ellos estuve de Erasmus, así que lo único que me llegaba eran las quejas de mi madre vía e-mail. Y cuando volví tuve que creerla. Los evangélicos, de origen gitano, no sólo entonaban flamenquillo güeno de las siete a las nueve de la tarde como si se estuvieran proponiendo que les escuchasen en la iglesia del pueblo vecino, sino que de vez en cuando se servían del local para organizar cenorrios en los que los gritos importaban más que las longanizas que estaban asando. Afortunadamente, la iglesia acabó cerrando y, durante unos meses, la paz sonora fue una posibilidad palpable.

Pero en este pueblo un edén tal no puede durar. A los pocos meses, un gimnasio abrió a dos casas de la mía. Debo puntualizar que mi calle tiene solamente 7 u 8 viviendas, y que sólo la mía está ocupada. El resto han funcionado como locales comerciales (o religiosos, como veis, aunque al fin y al cabo es casi lo mismo) o tienen propietarios que no las habitan. El gimnasio tardó en dar problemas, pero todo llega. Hace poco más de un año se les ocurrió que era una buena idea que todo el pueblo se enterase de que a las 19.30 empezaba una clase de spinning, y a las 20.30 otra. Así que rotaron tanto la ruedecita del sonido que yo creo que la despegaron del aparato de música, y así sigue hasta hoy. Al principio decidimos aguantar, aunque los nervios me comían cada vez que llegaba la hora conflictiva y yo me hallaba enfrascada en la redacción o en el estudio de algún material importante, y tenía que cortarlo en seco porque la concentración, así, es imposible.

No contentos con tener todo un local para su negocio, los del gimnasio decidieron alquilar también el de al lado, o sea, el que pega directamente con la pared de mi casa, e instalar el aula de spinning en él. Sigue habiendo dos sesiones vespertinas; de las de la mañana, como no estoy en casa, no me entero, pero en verano comprobé que también existen. Cuando fuimos a pedirles, educadamente -de verdad-, que bajasen el volumen de la música -no dije nada sobre los gritos primitivos de los monitores, y os aseguro que me habría encantado-, nos echaron del gimnasio prohibiéndonos volver a poner un pie en él. Así que acudí al ayuntamiento a denunciar el caso, y poco después me llegó una carta en la que se apuntaba que iban a investigar el local porque no tenía licencia de apertura. Eso fue hace medio año, y la música sigue, invariablemente, atronadora cada tarde de lunes a viernes.

Pero aún hay más. Entre mi casa y las vías del tren hay un párking que el ayuntamiento parece haber declarado como espacio multiusos, así que todas las fiestas de este pueblo -excepto las mayores, MENOS MAL- se celebran en él. Y ya se sabe que en Valencia, y creo que en toda España e, incluso, en la península entera, no sabemos montar fiesta sin ruido. Así que con cualquier excusa me montan aquí delante un escenario que será ocupado, dependiendo del público objetivo, por un DJ, una banda -mala- de rock o unos playbacks cutres de falla (lo siento, pero es que los playbacks siempre me han parecido de lo más hortera). Reconozco que a veces he bajado a algún concierto, pero en general no soy muy de festividades locales, en parte porque, desde pequeña, le tengo una especie de manía visceral a este pueblo (con cinco años llamé a "Clásicos populares", el programa de Fernando Argenta de RNE, y, cuando éste me preguntó si mi pueblo era bonito, le respondí que "no mucho". Dejando claras mis opciones desde pequeña, sí señor).

Ahora llevo tres fines de semana con ruido delante de mi casa. Primero las fiestas de los festeros de no sé qué parroquia del pueblo, al fin de semana siguiente más de lo mismo, este último las fiestas de la agrupación de peñas... Y la verdad es que ya me he resignado, pero el primer finde de la temporada me cabreé. No puede ser que un domingo monten un parque infantil y decidan animarlo con clásicos de Camela y Georgie Dann a todo volumen. Además de que no hay necesidad de dejar sordos a los pobres críos, es que ¿qué niños actuales conocen a esos pasados representantes de la música española más casposilla? El ayuntamiento de mi pueblo, que actualiza su página de Facebook con todos los acontecimientos que se dan en el municipio, subió fotos de los escasos 20 niños que habían acudido al parque y yo no me pude contener, así que puse un comentario señalando que, a mi parecer, la escasa cantidad de gente no justificaba el escándalo que habían armado durante toooooodo el domingo.

Mira que sabía que me estaba metiendo en la boca del lobo, porque detrás de la organización del parque estaban los festeros de cierta parroquia, y, además, todo lo que aquí sea criticar fiestas es un pecado peor que echarle guisantes a la paella. Como era de esperar, los ataques llovieron sobre mí. Digo "ataques" porque creo que perlas como "cállate, pesada, que eres una pesada", "vete a contárselo a los del ayuntamiento, a ver si te hacen caso, jejeje" (obviamente, no me van a hacer caso), "viva el ruido, ole ole ole" o "te jodes y te aguantas, que todos tenemos que aguantar algo en esta vida" no son precisamente argumentos.

Pero lo que más me molestó del asunto no fueron los comentarios envenenados, pues al fin y al cabo quienes los escriben no saben aportar nada mejor que insultos e ironías sin una pizca de salero. Lo que me hizo reflexionar sobre lo mal que, en general, pensamos, fueron frases como la última: "aguántate, que todos tenemos que aguantar"; "siempre ha sido así, así que aguántate"; "a este paso también querrás prohibir el toro" (enhorabuena; has dado en el clavo). Parece que somos incapaces de imaginar que, sólo porque algo haya sido así hasta ahora, no tiene por qué seguir siéndolo. ¿No podemos pensar que ningún vecino tiene por qué sufrir mientras intenta dormir o escribir algo con sentido para la universidad o para el trabajo? ¿Tan difícil es empatizar con quienes nos tragamos, mes tras mes, año tras año, unas fiestas que ni nos van ni nos vienen -porque, al fin y al cabo, están organizadas por y para peñas privadas-? ¿Es tan raro pedir que el ruido se traslade a un lugar apartado del pueblo, en el que nadie tenga que acabar con la cabeza como un bombo cada fin de semana mientras haga buen tiempo?

Pues parece que sí, que es difícil. Y cuando lo pides, una masa de seres que funcionan con automatismos y que desaprovechan su preciosa capacidad cerebral se abalanza sobre ti para recordártelo. El "calla, pesada" me lo demuestra: tengo que callar, según la persona que lo escribió, porque lo que opino no es lo mismo que ella opina, y porque mi punto de vista ni siquiera entra en sus esquemas mentales. Es una visión cuadriculada de la realidad y, desde luego, se trata de la más cómoda, pero precisamente es esa comodidad la que la va erosionando poco a poco, haciéndola inutilizable.

Así que todos mis esfuerzos hasta el momento han sido en vano. Sigo siendo despertada por mi perro casi cada noche y, si no, ocurre cuando llega la mañana pero aún no me ha sonado el despertador. Los trenes desfilan, incesantes, y yo le agradezco a la costumbre que sólo los haga notar mientras veo la tele. Los petardos son imprevisibles, pero una traca por semana seguro que cae. El gimnasio no ha parado sus clases de spinning y ahora que aún hace calor incluso permiten a los forzudos hacer pesas en la calle, con los consiguientes quejíos de dolor que viajan directos de la calzada a mis oídos. No tengo constancia de que vaya a haber más fiestas en el párking en las próximas semanas, pero tarde o temprano volverán. Al menos ayer la lluvia las cortó antes. Algo es algo.

domingo, 12 de octubre de 2014

Otro blog más

He abierto tantos blogs a lo largo de mi vida que no puedo calcular qué puesto ocupará éste en la lista de proyectos fallidos. Y me lo digo así, clara y honestamente, porque sospecho que esto aguantará lo que la motivación que acompaña al inicio de cualquier propósito dure. No pretendo llegar a mucha gente a través de mis palabras, ni siquiera a una sola persona (esto lo digo ahora, pero seguro que en unos días me obsesiono buscando comentarios residuales en el blog). Sólo quiero cumplir el objetivo de escribir, y hacerlo sabiendo que otros pueden leerme me compromete mucho más conmigo misma que ordenando letras en un documento de Word que quizá no envíe a nadie.

Hace cinco años me metí en Periodismo porque pensaba que allí me enseñarían a escribir mejor. En las aulas descubrí que ya sabía escribir bien, y que de hecho ése era un requisito imprescindible para desempeñar con dignidad la profesión periodística. Bueno, eso creía entonces, porque tras leer a muchos articulistas y columnistas me decanto por pensar que es el editor quien en realidad sabe escribir, y no tanto el periodista.

En la facultad de Comunicación no me enseñaron, pues, a escribir mejor. Daban por hecho que podía hacerlo. En el primer cuatrimestre ya me di cuenta de que había elegido una carrera que no me gustaba, pero decidí continuarla porque ya había abandonado otra, la de música, y porque con el plan Bolonia, decían, "el primer curso es el más aburrido y general". No sé: a mí todos los cursos me parecieron bastante aburridos y generales, pero creo que este juicio tiene más que ver con mi desencanto con el periodismo; otros compañeros acabaron la carrera encantados y conservando el sueño de ser reporteros de guerra o presentadores de informativos en la televisión.

Yo, que escribía de forma compulsiva desde que me pusieron un lápiz en la mano (y escribía tanto ficción, siempre en forma de cuentos, como diarios personales y, ya lo he dicho, blogs), abandoné la afición coincidiendo con mi entrada en la carrera. Mirando atrás, pienso que quizás asocié la escritura con un periodismo con el que mantenía una ondeante relación amor-odio (ahora me encantas y creo que contigo puedo cambiar el mundo; ahora te detesto y estoy convencida de que no sirves más que para alimentar el ego de quienes se sirven de ti). Alguna vez volví a escribir algo que no fueran artículos o notas de prensa para asignaturas o para prácticas impagadas, pero tarde o temprano abandonaba el trabajo, pensando que la idea no era lo suficientemente original o que carecía de valor literario.

Acabé Periodismo hace un año y, a pesar de todo, supe valorar lo que la carrera me había dado: sobre todo, una visión nueva de la realidad, una conciencia crítica que, curiosamente, critica menos cuanto más la entreno. Desde que rematé los últimos créditos supe que mi vida continuaría ligada, inexorablemente, a las palabras, al lenguaje que siempre me ha fascinado y que he amado por encima de cualquier otro arte (¿acaso no es un arte?). Desde entonces he trabajado como freelance escribiendo artículos sobre viajes y desarrollo personal, así como editando artículos y obras de otros autores. También comencé a estudiar Arte Dramático, carrera que acabó de engancharme cuando tuve que hacer mi primer análisis de personaje a través del texto: ¡Cuánto esconden las palabras! ¡Cuántas interpretaciones existen de una sencilla frase de media línea! ¡Cuánto podemos conocer a las personas a través de su lenguaje!

Creo que, de esas siete inteligencias de las que habla Gardner, la mía ha sido, es y será la lingüística. Desde pequeña tengo una intuición especial para las palabras y para la escritura. De bebé, por lo visto, sacaba de sus casillas a mis padres preguntándoles incansablemente cuáles eran las letras de las matrículas de los coches que veíamos por la calle. Una vez mi padre me bailó una jota y, cuando acabó, le pedí que me bailara la "i". Según él, yo era una especie de fábrica de escribir cuentos, algunos de los cuales todavía conservo.

Disfruto escribiendo. Disfruto haciendo una búsqueda intensiva y agotadora de la palabra que describa exactamente lo que hay en mi mente. A veces la encuentro; otras veces sólo aparece la quinta vez que reviso el texto. Disfruto alternando el diccionario de la RAE con el de sinónimos de Wordreference. Disfruto releyendo algunos de mis textos y comprobando que, al contrario de lo que pensé cuando acabé de escribirlos, son buenos.

Hace unas semanas me propuse volver a escribir "en serio". Este año soy igual de pluriempleada, pero no soy tan pluriestudiante como el curso pasado, así que los fines de semana que antes llenaba con formaciones ahora son solamente para mí. He instalado mi cama y mi escritorio en la buhardilla en la que dormía cuando era pequeña y que luego pasó a mi hermano, que ahora está de Erasmus en Alemania. Me he propuesto escribir ficción cada día (los artículos son periodismo, no literatura, aunque yo, confieso que queriendo, intento siempre embadurnarlos de ella). La ficción se quedará para mí. En el blog quiero hablar de otras cosas, de pensamientos que se quedan largos para el Facebook, de reflexiones que no encuentran tribuna en la vida real.

Ah, por cierto, me llamo Irene y soy de un pueblo de Valencia. Ahora tengo 24 años, y desde hace un mes ya no me siento vieja. ¡Bienvenido!