jueves, 26 de febrero de 2015

Somos unos egocéntricos y lo sabemos todo

"¿Tendré el valor de contar las cosas humillantes sin preservarlas con infinitos prefacios?" (Stendhal)

A veces, cuando me sorprendo dudando sobre una cuestión sobre la que, por la razón que sea, se supone que debería tener una opinión firme, me acuerdo del taller de Humanidades al que me apunté en mi instituto cuando estaba en segundo de bachiller.

En esta actividad extraescolar se organizaban debates alrededor de temas de actualidad. Solían girar alrededor de las cuestiones de género. Recuerdo a mis ocho o nueve compañeros enunciando sus argumentos a favor o en contra del tema propuesto. Lo hacían con la vehemencia y la seguridad que caracteriza a los adolescentes que buscan su identidad a través de las convicciones. Por encima de ello, sin embargo, recuerdo mi sensación de absoluta confusión y de división interna al escuchar sus razones: las unas me parecían las correctas, pero entonces hablaban los opositores y lograban convencerme.

En el taller de Humanidades me nutrí de muchos y variados puntos de vista, pero pocas veces conseguí llegar a conclusiones personales férreas. Por el contrario: poco a poco desarrollé un complejo de marioneta que se deja llevar por las manos de unos y otros manipuladores sin lograr crear su número estrella particular.

Me costó algunos años aprender que, casi siempre, la duda es preferible a la inamovible convicción. Con el tiempo me he ido dando cuenta de que hay pocas verdades prístinas sobre las que podemos estar completamente seguros. Puede que, además de por mi amor a la escritura, estudiara Periodismo para encontrar un caldo de cultivo propicio para sembrar mis múltiples dudas sobre el mundo y la humanidad, yo que siempre he preferido formular preguntas antes que responderlas. Y gracias tanto la carrera como a otras experiencias vitales, he alcanzado, por fin, una conclusión en la que –de momento- creo: la duda suele beneficiar más que la certeza.

Estos últimos días, en varios debates y situaciones generados en entornos distintos, he podido reflexionar sobre esto. Las elecciones autonómicas están muy cerca. A mí, como de costumbre, no me convence ningún partido político. Pensando en el porqué de esta desafección mía, vislumbro una posible respuesta: actualmente, los líderes políticos no aspiran a ganar las elecciones para mejorar el entorno social, sino para obtener poder personal, fama y prestigio. Es decir, anteponen su ego al interés y al bienestar comunes.

Los debates, mítines y entrevistas que veo y leo me abocan a esta conclusión. ¿Por qué gran parte del discurso “político” está dirigido a atacar a los otros partidos y no a proponer, con un discurso bien estructurado y que no presuponga que los ciudadanos somos medio lelos, nuevas políticas y reformas? ¿Por qué el marketing ha invadido el terreno de la comunicación política y los cabezas de lista parecen más estrellas de Hollywood que líderes comprometidos con el bienestar social? ¿Por qué, en vez de honestidad, cooperación y responsabilidad, los valores que desprenden nuestros políticos a través de sus palabras, actitudes y comportamientos son la codicia, la sed de poder y el sometimiento?

Cuando el ego se eleva sobre el interés común, cualquier sistema se corrompe. Podemos hablar de un partido político, de una empresa o hasta de un grupo de amigos: por lo que he observado, la consigna vale para todas las organizaciones a las que la apliquemos. Tomemos el ejemplo de la tertulia televisiva mañanera: el ochenta por ciento del tiempo, lo único que escuchamos es una amalgama de voces que bregan por sonar más fuerte que el resto. Todos quieren hablar y que se les escuche, porque todos dan por hecho que su opinión es la verdadera, la única. Sus egos se sentirán mal si no logran no ya convencer a los contertulios, sino simplemente arribar a sus oídos. Les basta con escucharse a ellos mismos. Los egos están por encima del que supuestamente debería ser el objetivo común de los invitados: informar a los espectadores.

En las reuniones formales –ya sean de empresas, de organizaciones educativas, de escaleras de vecinos, etc.- acontece exactamente lo mismo. El moderador, si lo hay, suele quedar pronto relegado al rincón del “castigado sin hablar”. Todos quieren imponer su idea, porque la creen inmejorable, absolutamente cierta. Si hay consenso, suele venir acompañado de caras largas y críticas al adversario en subgrupos conformados por afines. Nuestro ego, que lo sabe todo, sólo estará contento si se sale con la suya. ¿El interés común? Alimentarlo no acarrea los mismos niveles de satisfacción que alimentar nuestro propio ego ilustrado.

Podemos abordar también las relaciones de tú a tú, en las que el ego, cuando emerge, es reconocible porque suele venir precedido por la coletilla “yo es que…”. El otro día, sin ir más lejos, comenzaron las clases de un curso de poesía al que me he apuntado. Llegué al aula diez minutos antes de que comenzase la clase. En ella, de momento, sólo había dos alumnas; conmigo, tres. Una de ellas, antes incluso de que yo pudiera tomar asiento, abandonó la conversación con la otra y me preguntó:

-¿Tú escribes?

-Sí-, le respondí.

-Ah, vale. Mira, es que yo -os aseguro que siempre que escucho este sintagma, y más si viene de un desconocido, echo a temblar- ya he publicado algunos libros, he ganado varios premios de poesía, y bueno, pues vengo aquí a ver qué es lo que me queda por aprender, porque la verdad es que ya… jeje.

Ah, bienvenida al curso, Antonia Machado. Resulta que la gran poetisa sólo me preguntó si escribía para obtener una respuesta cualquiera que diera pie a un discurso sobre su aclamada obra. Por cierto, que la susodicha se pasó las dos horas de clase sentando cátedra sobre lo que es y lo que no es poesía, para asombro del profesor, que la contemplaba anonadado, alucinando –su cara era un poema, nunca mejor dicho- con que una sola persona pretendiera dilucidar en una sola tarde un asunto sobre el que filólogos y escritores discutirán hasta el fin de los tiempos sin obtener conclusión alguna.

Cuando era más joven me impresionaban las personas que tenían las ideas claras y predicaban sus teorías sin tapujos ni sombra de duda. Eso, me parece, es algo que cautiva a cualquier adolescente. Sin embargo, pienso que algo que caracteriza al adulto es el abrazo de la duda, la certeza de que nada es constante ni eterno. Aunque los ejemplos mediáticos y cotidianos nos hagan pensar que quien más seguro está, más crítico es y más influye en el resto de personas, cada vez me doy más cuenta de que el verdadero sabio es el que calla y no trata de convencer de que su idea es la buena; quien más sabe es quien menos cree saber, porque cuanto más conoce uno, más se da cuenta de que le queda todo un mundo que abarcar.






domingo, 22 de febrero de 2015

El universo y las familias

Imagina que un día, tras abrir la puerta de tu casa, descubres que los muebles han mudado su lugar y su apariencia. El aspecto del distribuidor es tan novedoso que, a simple vista, apenas puedes reconocer en él tu hogar. Tu propia figura, acostumbrada a reflejarse en el espejo que ocupaba la pared de enfrente, te saluda ahora desde el techo. La mesita en la que solías dejar el juego de llaves ya no es de madera, sino de hierro hostil, y ha perdido el cajoncito que custodiaba el mando del garaje. La puerta que conduce al comedor ha desaparecido; la que comunica con el pasillo está dada la vuelta y ha sido teñida de un color amarillo tan luminoso que duele a los ojos.

Investigas el resto de la vivienda. Aunque te anonadan los cambios aleatorios y carentes de una línea lógica que les confiera cierta coherencia dentro del caos, te habitúas a la nueva apariencia de tu casa con una rapidez que te asombra todavía más. Su estructura no ha variado; aunque algunas puertas y ventanas han modificado su orientación o su lugar, las paredes delimitan los mismos metros habitables y se juntan en las mismas esquinas. Cuando sacas la cena del microondas de goma apostado en la tapa del váter ya has aceptado el nuevo orden de tu continente, un orden que alguien o algo totalmente ajeno a ti te ha impuesto sin ofrecer la opción de negarte.

Nuestro universo es esa casa desprovista de sentido. Cuando nacemos lo aceptamos casi al instante, dueños de una capacidad de adaptación posible gracias a nuestro feroz instinto de supervivencia. Nos hacemos a las puertas equívocas, a los muebles transformados; desconocemos su origen, quién los colocó ahí. Pero, con toda su extrañeza, los seguimos reconociendo como parte de nuestro hogar.

A veces tratamos de comprender el universo. Queremos darle una explicación a las coordenadas de esos potentes electrodomésticos que son las estrellas, anhelamos desvelar el secreto que contienen los armarios repletos de galaxias. Pero ninguna mente humana está tan capacitada como para llegar al principio último del universo. Saber que estamos condenados a habitar una casa que nos niega el acceso a su realidad íntima nos frustra un poco, hasta que nos estiramos en el sofá y el asunto pierde interés.

Una cosa sí sabemos: el universo tiende a la repetición. Aunque nos quedan lejos, cada día mueren miles de estrellas, desfilan entre planetas millones de asteroides y se generan otras tantas galaxias. Varían los escenarios, varían las circunstancias, varían las relaciones entre los fenómenos físicos que derivan en nuevas realidades. Lo que no varían son las preguntas y las respuestas, las conozcamos o no. Y, a pesar de la ley de la repetición, en el universo reina la incertidumbre; una incertidumbre que determina, en el último milisegundo, si la supernova arraiga, si la roca impacta contra el planeta o si las galaxias detienen su nacimiento para empezar a autodestruirse. En el universo todo es probable, y, sin embargo, nada es seguro.

Las familias también son esa casa desordenada e imprevisible. En ella se suceden pequeños cambios rutinarios que sólo revelan su verdadero alcance cuando se rescatan muchos años después. Tú, sin darte cuenta, te habías habituado a las nuevas circunstancias. Creías que ni siquiera te habían afectado. Pero la verdad es que te afectan, y no sólo a ti: también a tu hipotética descendencia, a los familiares que ahora viven y a los que, muertos hace tanto, reavivamos en nuestro pensamiento, modificando sus perspectivas, su memoria.

Desde el momento en que tu familia te acoge, te asocias a un vaporoso e inabarcable universo de preguntas y respuestas perpetuas, casi siempre escondidas o incluso censuradas. Lo único que te diferencia de tu abuelo es el escenario, las circunstancias, las relaciones: tus preguntas y las suyas son idénticas. También lo son vuestras respuestas, aunque cada uno obtendrá su parte de soluciones, y éstas no tienen por qué coincidir siempre –de hecho, casi nunca coincidirán-. La misma regla sirve para tu tataratatarabuela, para ti una desconocida innominada, y para la bisnieta de tu bisnieto, que ahora, cuando la has pensado al leer esto, cobra vida por primera vez, mucho antes de existir realmente.

A veces tratamos de comprender a nuestra familia. Queremos darle una explicación al asentamiento geográfico de nuestros antepasados, que ha condicionado nuestra ubicación en el vasto mapa planetario. Anhelamos, asimismo, llegar a la rama más alta de nuestro árbol genealógico, imaginando que las identidades perdidas entre las hojas de la secuoya nos aportarán nueva información sobre nosotros mismos. Pero ningún investigador tiene las herramientas necesarias que le acercarían al principio último de su familia. Saber que estamos condenados a habitar una familia que nos niega el acceso a su realidad íntima nos frustra un poco, hasta que nos estiramos en el sofá y el asunto pierde interés.


El universo y las familias: expansión constante, origen desconocido, futuro incierto. Pero siempre las mismas preguntas y las mismas respuestas.


viernes, 20 de febrero de 2015

Una revolución imposible

Nosotros, los nacidos entre los años 1985 y 1995, seremos recordados como integrantes de una generación sin sangre. El mundo nos recibió con el saloncito ordenado, y nos permitió corretear entre los muebles y juguetear con la decoración hasta que nos hartamos. Crecimos en una bonanza de papel transparente, asumiendo como natural que nuestros padres estrenasen coche cada siete años y que nos montaran en él a principios de julio para inaugurar el apartamento de la playa. Nosotros, generación edulcorada, dimos por hecho que los Reyes Magos serían siempre generosos: nuestro es el honor de ser pioneros despegando el papel de regalo con la emoción puesta en el próximo paquete.

Nosotros, miembros de una generación aletargada y conformista, alzamos los tuits cuales armas de revolución. Creemos convertirnos en líderes de opinión y en gurús del cambio al sustituir la protesta humana por una lucha de fantasía que ejercemos a golpe de pulgar mientras la vida esprinta más allá de nuestro teléfono móvil. Ahogamos el progreso que nuestros padres propulsaron –si bien al ralentí- a base de sacrificios mudos y dolorosas rupturas con lo que la tradición esperaba de ellos. Sucumbimos al vacuo culto a la belleza y a la tiranía de unos medios que adormecen nuestra inteligencia; damos por válido que la incultura cotiza al alza cuando, enredados en un satinado bucle cuyo origen no logramos delimitar, escogemos –sólo por un día- la tertulia rosa antes que un filme con trasfondo o compramos un best seller de folletín –estas Navidades, no más- en vez de la novela póstuma de Saramago.

Somos los hijos de una comodidad narcótica que intuimos perdida para siempre, pero que insistimos en reclamar en los muros de Facebook cuando descubrimos que la graduación viene acompañada de un billete con vuelta abierta a Londres. Nuestros padres, aterrados ante la idea de negarnos una pizca de lo que a ellos les faltó, abarrotaron de algodón y miel la cuna que ahora, título en mano, echamos de menos. Pero es que a nosotros no nos hizo falta romper las barreras de la represión ni de la pobreza: ellos –lamentamos- debieron habernos enseñado a reivindicar lo que, por derecho nato, merecemos.


A veces, cuando la incertidumbre ahoga y los meses en blanco amenazan con multiplicarse, cambiamos las quejas sobre fondo azul virtual por las pancartas en manifestaciones que nos dejan la satisfactoria sensación de haber contribuido, con nuestro grito, a una revolución que sabemos imposible. Imposible, al menos, mientras prefiramos la estéril queja de bar a la comprometida reunión que antecede al cambio; mientras las resacas sean por alcohol en demasía y no gracias a la sana confusión que despiertan las nuevas ideas discutidas hasta altas horas de la madrugada; mientras, al recontar los retuits que ha obtenido nuestra última reclamación pública, nos felicitemos por haber cumplido la pequeña obra social del día. Una revolución imposible si no soltamos el iPhone y nos reencontramos con el mundo.  



lunes, 9 de febrero de 2015

Actores y periodistas

Delante había una mentira comprensible, y detrás una verdad incomprensible. (Milan Kundera) 

Las dos profesiones para cuyo desempeño me he formado o estoy formándome son la de periodista y la de actriz. Ambas, curiosamente, bien consideradas a priori, pero apestadas si rascamos un poco y escuchamos lo que la opinión pública tiene que decir sobre ellas.

La vocación del periodista, en un principio, es narrar una versión lo más objetiva posible de los hechos; debería ser algo así como un pintor hiperrealista, un descriptor implacable y honesto del entorno en el que habita. Esta idea del periodista es la que navega sobre las olas del inconsciente colectivo, al menos, creo yo, en España. Sin embargo, todo cambia cuando somos preguntados a viva voz por nuestra concepción de los periodistas. Si hiciéramos un recuento de los adjetivos más utilizados para definirlos, probablemente ganarían "manipuladores" y "mentirosos". Y la verdad es que no irían desencaminados: los referentes periodísticos que tenemos más a mano pecan, ya sea de forma habitual o de vez en cuando, ya lo hagan tirando a las izquierdas o a las derechas, de falta de objetividad, de desmesurada opinión desubicada y de tergiversación de datos.

El estudiante de Periodismo entra en la facultad queriendo cambiar el mundo a través de sus palabras y la abandona, casi siempre, con la firme convicción de que su misión de partida era ingenua y poco realista. Acepta que deberá venderse al mejor postor, aunque para ello se vea obligado a atropellar los mismos valores que le motivaron a estudiar para ejercer "el oficio más bonito del mundo", como dijo Gabriel García Márquez (quien, mucho antes que escritor, fue periodista).

El periodismo está mal considerado pero no por equivocación del pueblo, sino por pura incompetencia de quienes lo ejercen. Y nosotros, pueblo, consentimos el engaño. Se nos llevan los demonios los dos primeros telediarios en que notamos el descenso en la profesionalidad de TVE, y bramamos que no hay derecho a que nos engañen de forma tan flagrante, y vislumbramos el fantasma de Urdaci, y echamos de menos que nos hablen más de cultura. Pero en seguida nos acostumbramos, y nos acostumbramos, también, a que el periodista sea un manipulador y un mentiroso. Lo damos por hecho.

La vocación del actor no sé cuál es. Creo que es la misma que la de toda persona que ve en cualquier expresión artística su manera de darse al mundo: al final, el actor quiere brindar al público una versión de unos hechos, que previamente él ha debido comprender, asimilar e interpretar según su bagaje y filosofía vital y artística. Pero, aunque esos hechos se subjetivicen durante este proceso, en la función el actor acerca a la platea una verdad humana, una realidad prístina y casi tangible para quien está dispuesto a abrir su alma y dejarla entrar.

Lo mismo creo que sucede con los que pintan, con los que escriben, con los que componen música: depositan en su medio -sea un lienzo, sea un papel o una partitura- una realidad que compartimos todos los seres humanos, pero en vez de cederla a los demás desnuda y sencilla, la revisten de palabras, pinturas o notas musicales, la dotan de un lenguaje que transforma su superficie, pero que deja intacta su esencia. Los actores, y los artistas en general, hacen lo contrario que el mal periodista, quien, disimulando al máximo los retoques superficiales, consigue que le compremos la esencia rota y desvirtuada.

Los actores, a pesar de su sagrada y honesta misión, en ese inconsciente colectivo siguen siendo considerados, a mi entender, vil calaña de la que es mejor mantenerse lejos. Igual que el buen periodista ha de pagar los desmanes del periodista traicionero, el actor dedicado y riguroso ve mermada su reputación por el faranduleo comercial de la profesión, que, al final, es lo que trasciende gracias a los medios regidos por empresarios oportunistas del sector de la comunicación -y sus secuaces periodistas vendidos-. Claro que en ese escaparate del cine y de la televisión -y, en menor medida, del teatro por gozar éste de una menor popularidad mediática- se muestran enormes profesionales, pero la exposición intrínseca del sector de los actores hace que la parte se confunda con el todo y, al final, un mal actor popular eclipsa a todos los buenos que trabajan día a día por evolucionar en su oficio (también considerado el más bonito del mundo por la recientemente fallecida actriz Amparo Baró).

Los periodistas y los actores tienen bastantes aspectos en común. Uno de ellos alberga especial importancia: su trabajo está concebido para ser consumido por el público. Los periodistas y los actores comunican y expresan. Unos, noticias reales; los otros, emociones e historias ficticias, aunque a veces destilen más realidad que las verdaderas. Y existe una gran masa de terceros que compra esa comunicación. La primera profesión se ha inmolado a base de mentiras y manipulaciones descaradas; la segunda ha pagado siempre muy caro el precio del desconocimiento que, por lo general, existe del minucioso trabajo artesano que se esconde tras cada papel, grande o pequeño. Los periodistas han cavado su propia tumba; los actores nacieron en ella y se han pasado la vida tratando de abandonarla sin el respaldo ni del poder político, ni de la educación, ni de los propios periodistas.

Por todo esto los actores y los periodistas son colectivos cuyos miembros no se cansan de darse premios los unos a los otros. De alguna manera, aunque sea interna, han de convencerse de que no lo están haciendo tan mal.







domingo, 1 de febrero de 2015

Mi abuela

Mi abuela enrolla el hilo en sus bolillos con aparente actitud de no estar haciendo nada extraordinario. Agarra, con la mano izquierda, el cordel eterno; con la derecha sujeta la maderita frágil que sus dedos rechonchos van girando con inteligente pericia. De sus ojos absortos en la artesanía inconsciente no surge ningún pensamiento. 

Desde hace tiempo, mi abuela aparenta quince años menos de los que va sumando; cuando enrolla bolillos, su edad retrocede aún más, hasta la infancia, y parece una niña rebelada en un cuerpo octogenario.

Creo que es imposible que mi abuela se muera. No obstante, cuando se acatarra o coge la gripe en invierno, y me la imagino sola en su cama sobredimensionada y fría, me acobarda la idea de una partida que siempre me parecerá precoz. No imagino el deterioro físico de mi abuela, que recibió en su último cumpleaños una bicicleta nueva que fue noticia en el pueblo, así como se me hace extraña la idea del decaimiento de su mente; mi abuela cumple al pie de la letra el concepto de sabiduría, según el cual la vejez contribuye al asentamiento de las conclusiones empíricas. Mi abuela es una sabia no reconocida, una mujer que de haber estudiado más allá de la escuela, quizás habría escrito sobre filosofía práctica o habría sido pionera en el estudio de las relaciones humanas. 

Ver a mi abuela enrollando bolillos me hace pensar en la memoria de su generación, y en la de las precedentes, y en la de las que la seguirán, y que se han perdido antes de desaparecer entre las bambalinas de la Historia. La Tierra sustituye a sus habitantes con impía repetición. Los que hoy son bebés serán los moribundos de 2095. Los sabios de 2015 fueron antiguamente los niños inexpertos y olvidados por unos padres que lo sabían todo, y cuya edad superarían sus hijos con inexorable destino. Todas esas vidas serán enterradas bajo el cieno que irán acumulando sin saberlo, y ni el más avezado biógrafo será capaz de reproducirlas con la misma objetividad de la que, por otra parte, nunca disfrutaron sus protagonistas.