Cuando era pequeña contemplaba el mundo de los adultos con admiración y anhelo. Me llamaba la atención la manera en que se organizaba y lograba cuadrar cada cabo suelto; también su impecabilidad, el control de cada movimiento y detalle. Todos sus miembros me parecían dignos de respeto porque habían vivido 20 o 30 años más que yo, y aparentaban esa vejez relativa; me parecía que su edad conllevaba necesariamente sabiduría, prudencia y una elegante honestidad.
Así era, en verdad, hasta hace poco; hasta que yo misma comencé a comprender que ya soy adulta y que mi adhesión a ese admirable parapeto no podía ser postergada durante más tiempo. La sabiduría que me había asombrado se convirtió en una disimulada ignorancia; la prudencia, en medrosa inacción; la honestidad tan elegante, en falsedad bien maquillada. Comprendí que mi frágil realidad adulta no distaba del resto de vidas de más de 25 años; como yo, la totalidad de individuos adultos conservan miedos, dudas, incongruencias y pudores inconfesables.
Por tanto, si son los adultos los que construyen y sostienen el mundo con sus esfuerzos, significa que éste está edificado sobre esos mismos miedos, dudas, incongruencias y pudores.
El mundo seguro y controlado de mi infancia, pues, ha sido derribado. Ahora yo también soy cómplice de la farsa adulta.
Me gustó tu reflexión, Irene. Quizás porque todos los que efectivamente hemos madurado la hemos tenido de alguna manera. Y te aseguro que con los años sigue igual. La única diferencia es que hemos aprendido a convivir con ella. Saludos y gracias
ResponderEliminarQué buena y qué dura tu reflexión. Mirar hacia atrás y ver lo que tenemos delante... y sin movernos del sitio. Eso es lo malo
ResponderEliminarbess