martes, 14 de abril de 2015

Un relato sobre DIOS

Alfredo Gómez estaba cargando cajas llenas de herramientas de carpintería en su furgoneta cuando Dios se presentó ante su casa.

-Hola, Alfredo-, le dijo.- Soy Dios y he venido a quedarme en tu casa.

Alfredo Gómez, sin interrumpir su tarea, miró a Dios y, desde la prudencial distancia de siete metros, le gritó:

-¿Cómo vas tú a ser Dios? Anda, loco, vete de mi casa y déjame en paz.

Este desaire hacia Dios no es algo que se le pueda reprochar a Alfredo Gómez. Lo cierto es que a cualquiera le habría resultado difícil creer que aquel hombre fuera, en efecto, Dios. Su escuálida figura aparecía recubierta de anchos ropajes remendados a base de retales harapientos, y la totalidad de la mitad inferior de su cara estaba oculta bajo una barba sucia y cenicienta.

Para disipar la desconfianza de Alfredo Gómez, Dios introdujo en la furgoneta las cajas que aún esperaban en la acera de la calle. Lo hizo sin tocarlas, y sin ni siquiera hacerlas viajar del exterior al interior del vehículo en una órbita lenta y admirable. Las cajas simplemente aparecieron en la furgoneta en el mismo momento en que desaparecían de los adoquines, con la rapidez de un párpado que se cierra y luego se abre de nuevo. Todo esto sucedió bajo la maravillada mirada de Alfredo Gómez.

El carpintero no necesitó más pruebas que ésta para aceptar que aquel hombre con aspecto de mendigo era Dios.

-Oh, Dios, perdóname. En verdad eres tú-, gimió Alfredo Gómez, arrepentido, echándose a los pies de Dios.- Ahora que tu existencia me ha sido revelada, estoy obligado a convertirme en tu profeta y a divulgar tu santo mensaje.

Dios, posando su reseca y amorosa mano sobre la cabeza del jadeante Alfredo Gómez, declaró:

-No te molestes, Alfredo. He venido al mundo para quedarme entre vosotros. Así, yo mismo podré supervisar lo que hacéis los humanos en mi nombre.

Dios se quedó a vivir en casa de Alfredo Gómez, quien se sintió igualmente afortunado y perplejo por haber sido él el ser humano escogido para, por un período de tiempo indefinido, cuidar a Dios –si es que eso era posible-.

Dios pasaba el día fuera de casa. Se teletransportaba de rincón del mundo a rincón del mundo para estudiar in situ las misiones –unas realmente productivas, otras no tanto- que lo ponían por bandera. Dios sólo observaba; nunca actuaba. Desde el principio, además, había pedido a Alfredo Gómez que no hablase a nadie del milagro con el que había logrado convencerle de su identidad cierta y legítima. Dios no deseaba ser descubierto en la Tierra por el resto de personas, consciente de que el alud de peticiones que se derivaría de la noticia le desbordaría y dificultaría el que siempre había constituido su mayor deseo: que los humanos encontraran el amor y la paz por ellos mismos, y que lograran, después, mantenerlos por toda la eternidad.

Alfredo juró por Dios que no descubriría la identidad de su huésped, pero un día, sin un cómo ni un porqué claros, una horda de ciudadanos se presentó en casa del carpintero, y, desde la puerta, solicitó, bajo amenaza de derribo de la humilde vivienda, conocer a Dios.

Dios, con toda su bondad y compasión, no quiso ofender ni decepcionar a sus visitantes. Salió de la casa y, cuando ya empezaban a oírse las primeras risas y burlas referentes a su desaseado aspecto –que Dios no se había preocupado en mejorar-, llenó, con una simple orden interna, la calle de manjares coloridos, dulces, salados, húmedos, secos, para tenedor y para cuchara, y de bebidas no alcohólicas, a excepción, claro está, del vino tinto.

Sólo unos pocos hicieron caso del banquete que allí se había materializado por la gracia de Dios; la mayoría de los cientos de personas que copaban la calle se abalanzaron sobre el Hacedor, quien, asustado y cauto, se hizo desaparecer para aterrizar al instante en la habitación que ocupaba en casa de Alfredo Gómez.

Por la noche, mientras los comensales más trasnochadores ultimaban las sobras del festín e intentaban, sin éxito, hacer volver a Dios al aire libre, éste confesó con angustia a Alfredo Gómez:

-Esto es precisamente lo que quería evitar. Ahora ya nunca más podré vivir tranquilo en la Tierra.

Aunque era evidente que el único delator posible era Alfredo Gómez, Dios no le culpó en ningún momento por su desliz; ni siquiera le planteó, con el disimulo y la falseada ignorancia de los que podría haberse servido, el asunto de la autoría del criminal desenmascaramiento.

A partir de aquel día, Dios era reconocido allá por donde pisaba. Muchos le paraban mientras caminaba por las abigarradas calles de Calcuta, cuando atravesaba los súbitos bosques senegaleses o cuando vigilaba los oficios de Bucarest.

Todo el mundo pedía favores a Dios, y él los concedía, incapaz de negarse. Por las noches regresaba agotado a casa de Alfredo Gómez, que le tenía lista la cena en su lugar de la mesa. Dios solía rechazarla alegando dolores de estómago o falta de apetito. Luego se iba a la cama a intentar dormir.

Fue eternamente recordado por Alfredo Gómez el día en que Dios le anunció que no volvería a satisfacer los deseos de sus fieles, quienes, desde su advenimiento, se habían multiplicado con una profusión nunca alcanzada por profetas, papas o apasionados oradores religiosos.

-He cometido un error atendiendo a las peticiones de todos tus hermanos-, admitió Dios ante Alfredo Gómez.- A partir de hoy retomaré la única labor que me trajo a la Tierra. Supervisaré y comprobaré que todo está en su sitio, pero no volveré a obrar.

Al fin y al cabo, pensó Alfredo Gómez, desde el cielo Dios tampoco intervenía en la vida de los seres humanos. Como él mismo le había explicado en una de sus primeras charlas –que, ahora, debido al anémico estado de Dios, se habían anulado-, su relación con las personas se había limitado al moldeamiento de los dos primeros individuos, quienes, desde casi el primer momento de sus desdichadas y agoreras existencias, se habían desviado del armónico plan para el que fueron creados. Tras aquella fallida obra, Dios había sido un simple y pasivo espectador del mundo que se componía y descomponía bajo las nubes de su hogar.

No todos los humanos fueron tan comprensivos como Alfredo Gómez, que respetó en todo momento la decisión de Dios. La gran mayoría de personas se enfadaban, gruñían y lloraban de desesperación y rabia ante las recurrentes negativas de Dios a solucionar sus problemas, que cubrían el extenso abanico de desgracias entre el deseo incontenible de una casa nueva y la más extrema desnutrición de los hijos recién nacidos.

En pocos días, Dios se ganó una mala fama que daba varias vueltas al planeta. Los ciudadanos de a pie le criticaban e incluso le insultaban, envalentonados ante sus propias blasfemias, que ahora, por estar dirigidas a un blanco concreto, visible y encarnado, parecían mucho menos graves y punibles. Los periodistas recogían, en diarios, radios y canales de televisión, las quejas de los indignados, y de vez en cuando se concedían la licencia de saltar por encima de la valla de la objetividad para arremeter ellos mismos contra Dios.

Dios vio vapuleada su popularidad en escasas semanas. Los fieles dejaron de congregarse en los templos, los misioneros cambiaron de causa y la religión fue suprimida de los planes de estudio a petición de los irritados padres. Ya nadie creía en Dios; ni siquiera el propio Dios, que se maltrataba con el látigo de la culpabilidad por haber abandonado al género humano tras su precipitada muestra de pródiga generosidad, podía ya creer en sí mismo.

-Me vuelvo al cielo, Alfredo-, anunció Dios una mañana, mientras el carpintero cargaba las cajas de herramientas en su furgoneta.

Alfredo Gómez interrumpió su labor y, abrazando a su amigo, le dijo:

-Ha sido un placer, Dios. Vuelve al cielo en paz.

Como muestra de gratitud hacia Alfredo Gómez y en reconocimiento por su hospitalidad sobradamente probada, Dios repitió la escena del traslado de cajas desde la calle al interior de la furgoneta.

Mientras subía al cielo, Dios se cruzó con Buda, que caminaba en sentido contrario al suyo, en dirección a la Tierra.




No hay comentarios:

Publicar un comentario