domingo, 12 de abril de 2015

Cosas curiosas

Esta semana he reparado en algunas situaciones curiosas. Copias o derivaciones de las mismas se dan en mi vida con frecuencia; por esa misma costumbre suelo obviarlas y pierdo la oportunidad de adentrarme en su naturaleza. Pero aplicar a estas situaciones una mirada mínimamente interesada logra rescatar sus cotidianeidades y detalles más irrisorios o tiernos y, además, desborda el caudal de las preguntas sin respuesta que toda escena del teatro de la vida lleva consigo.

1.- Estoy segunda en la cola de la panadería. Voy a comprar una caracola de chocolate para desayunar y una barra de pan para casa. La mujer que tengo delante charla con la dependienta sobre la bárbara cantidad de tiempo que uno se ve obligado a malgastar esperando a ser atendido en las oficinas bancarias (lo suscribo). Cuando va a pagar, saca un billete de diez para cubrir el coste de tres ensaimadas pequeñas. La dependienta sufre un ataque de risa que, según alcanzo a descifrar, se debe a la sencilla pero complicada posibilidad de quedarse sin cambio y no poder cobrar a los futuros clientes. La clienta se va, pero la dependienta se queda tras el mostrador con su risa incontenible. Yo le pido la caracola y la barra de pan mientras ella continúa riendo y divagando sobre su recién creada imaginación, de la que intenta (sin mucho éxito) hacerme partícipe. Pienso en todas las veces que habré sido atendida por trabajadores que, mientras me cobraban, servían o respondían a mis preguntas, estarían teniendo pensamientos completamente ajenos a su presente labor. Al menos, me digo, esta dependienta comparte los suyos conmigo.

2.- Hablando de colas, nunca había visto tanta en la pescadería de Mercadona. Van por el número 90 y nos han dado el 8. En las colas siempre parece que el cómputo de personas que esperan es bastante menor al de números que quedan para que griten el tuyo, pero hoy hay realmente mucha gente. Me fijo en unas anguilas que reposan en un cajón de corcho blanco. Me doy cuenta de que una de ellas todavía vive. No quiero verla, pero sigo mirándola con la misma mezcla de horror y atracción que me obliga a desviar la mirada de la carretera para comprobar la forma y los colores del animalito muerto que yace en el arcén. La anguila, después de boquear un par de veces con los ojos muy abiertos, muere ante mi mirada. Menos mal que ningún otro cliente de la larguísima cola ha asistido a su muerte.

3.- Tampoco quería seguir leyendo la crónica de la rueda de prensa del único espeleólogo español que sobrevivió a la expedición en Marruecos. El periodista transcribió, sin dejarse ni un pelo ni una señal en el tintero, el relato de la muerte del segundo accidentado. “Tengo frío”, decía su amigo que decía, desde el río subterráneo en el que estaba parcialmente sumergido sin remedio. Me torturé un poco más y proseguí la lectura hasta rendirme en la mitad del artículo. Me engatusó la misma mirada que vio morir a la anguila. Yo vi a la anguila morir y el espeleólogo vio morir a su compañero. Un testigo para cada muerte.

4.- Entro en el tren de cercanías. Me siento y, justo delante de mí, descubro un bulto humano cubierto con un abrigo azul plastificado. Me pregunto si será un hombre o una mujer, y de qué color. Apuesto por un hombre negro. Casi llegando a Valencia, el bulto se destapa y surge de él una mujer blanca. Me doy cuenta de que había asociado manta-abrigo a indigencia, e indigencia a hombre negro. Todo inconsciente. Queda mucho por hacer conmigo misma.

5.- Corro con mi perro Ringo dos o tres días por semana. Él adivina que vamos a salir antes incluso de que yo planifique la carrera. No tengo ni idea de qué lenguaje gestual, expresión facial o serie de palabras mías le induce a pensar que en quince minutos nos iremos a correr. He intentado detectar en mí misma el sugerente patrón, pero he fracasado. Cuando corremos, Ringo se muestra aficionado a cagar en sitios donde no está bien visto hacerlo. A veces intenta depositar sus mierdas en mitad de la acera y tengo que tirar de la correa para sacarle de su posturita criminal. Luego me lo llevo a zonas verdes o de tierra para que pueda defecar a gusto. Mientras Ringo alivia sus intestinos, yo corro en el sitio. Cuando no salgo con Ringo porque mi madre se lo ha llevado de paseo o al campo, correr no es igual y acabo volviendo pronto a casa.

Ringo



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