Esta semana he reparado en algunas
situaciones curiosas. Copias o derivaciones de las mismas se dan en mi vida con
frecuencia; por esa misma costumbre suelo obviarlas y pierdo la oportunidad de adentrarme
en su naturaleza. Pero aplicar a estas situaciones una mirada mínimamente interesada
logra rescatar sus cotidianeidades y detalles más irrisorios o tiernos y,
además, desborda el caudal de las preguntas sin respuesta que toda escena del
teatro de la vida lleva consigo.
1.- Estoy segunda en la cola de la panadería.
Voy a comprar una caracola de chocolate para desayunar y una barra de pan para
casa. La mujer que tengo delante charla con la dependienta sobre la bárbara cantidad
de tiempo que uno se ve obligado a malgastar esperando a ser atendido en las
oficinas bancarias (lo suscribo). Cuando va a pagar, saca un billete de diez
para cubrir el coste de tres ensaimadas pequeñas. La dependienta sufre un ataque
de risa que, según alcanzo a descifrar, se debe a la sencilla pero complicada posibilidad
de quedarse sin cambio y no poder cobrar a los futuros clientes. La clienta se
va, pero la dependienta se queda tras el mostrador con su risa incontenible. Yo
le pido la caracola y la barra de pan mientras ella continúa riendo y divagando
sobre su recién creada imaginación, de la que intenta (sin mucho éxito) hacerme
partícipe. Pienso en todas las veces que habré sido atendida por trabajadores
que, mientras me cobraban, servían o respondían a mis preguntas, estarían teniendo
pensamientos completamente ajenos a su presente labor. Al menos, me digo, esta
dependienta comparte los suyos conmigo.
2.- Hablando de colas, nunca había visto
tanta en la pescadería de Mercadona. Van por el número 90 y nos han dado el 8.
En las colas siempre parece que el cómputo de personas que esperan es bastante
menor al de números que quedan para que griten el tuyo, pero hoy hay realmente
mucha gente. Me fijo en unas anguilas que reposan en un cajón de corcho blanco.
Me doy cuenta de que una de ellas todavía vive. No quiero verla, pero sigo
mirándola con la misma mezcla de horror y atracción que me obliga a desviar la
mirada de la carretera para comprobar la forma y los colores del animalito
muerto que yace en el arcén. La anguila, después de boquear un par de veces con
los ojos muy abiertos, muere ante mi mirada. Menos mal que ningún otro cliente
de la larguísima cola ha asistido a su muerte.
3.- Tampoco quería seguir leyendo la crónica
de la rueda de prensa del único espeleólogo español que sobrevivió a la
expedición en Marruecos. El periodista transcribió, sin dejarse ni un pelo ni
una señal en el tintero, el relato de la muerte del segundo accidentado. “Tengo
frío”, decía su amigo que decía, desde el río subterráneo en el que estaba parcialmente
sumergido sin remedio. Me torturé un poco más y proseguí la lectura hasta
rendirme en la mitad del artículo. Me engatusó la misma mirada que vio morir a
la anguila. Yo vi a la anguila morir y el espeleólogo vio morir a su compañero.
Un testigo para cada muerte.
4.- Entro en el tren de cercanías. Me siento
y, justo delante de mí, descubro un bulto humano cubierto con un abrigo azul
plastificado. Me pregunto si será un hombre o una mujer, y de qué color.
Apuesto por un hombre negro. Casi llegando a Valencia, el bulto se destapa y
surge de él una mujer blanca. Me doy cuenta de que había asociado manta-abrigo
a indigencia, e indigencia a hombre negro. Todo inconsciente. Queda mucho por
hacer conmigo misma.
5.- Corro con mi perro Ringo dos o tres días
por semana. Él adivina que vamos a salir antes incluso de que yo planifique la
carrera. No tengo ni idea de qué lenguaje gestual, expresión facial o serie de
palabras mías le induce a pensar que en quince minutos nos iremos a correr. He
intentado detectar en mí misma el sugerente patrón, pero he fracasado. Cuando
corremos, Ringo se muestra aficionado a cagar en sitios donde no está bien
visto hacerlo. A veces intenta depositar sus mierdas en mitad de la acera y
tengo que tirar de la correa para sacarle de su posturita criminal. Luego me lo
llevo a zonas verdes o de tierra para que pueda defecar a gusto. Mientras Ringo
alivia sus intestinos, yo corro en el sitio. Cuando no salgo con Ringo porque
mi madre se lo ha llevado de paseo o al campo, correr no es igual y acabo
volviendo pronto a casa.
Ringo |
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