viernes, 20 de febrero de 2015

Una revolución imposible

Nosotros, los nacidos entre los años 1985 y 1995, seremos recordados como integrantes de una generación sin sangre. El mundo nos recibió con el saloncito ordenado, y nos permitió corretear entre los muebles y juguetear con la decoración hasta que nos hartamos. Crecimos en una bonanza de papel transparente, asumiendo como natural que nuestros padres estrenasen coche cada siete años y que nos montaran en él a principios de julio para inaugurar el apartamento de la playa. Nosotros, generación edulcorada, dimos por hecho que los Reyes Magos serían siempre generosos: nuestro es el honor de ser pioneros despegando el papel de regalo con la emoción puesta en el próximo paquete.

Nosotros, miembros de una generación aletargada y conformista, alzamos los tuits cuales armas de revolución. Creemos convertirnos en líderes de opinión y en gurús del cambio al sustituir la protesta humana por una lucha de fantasía que ejercemos a golpe de pulgar mientras la vida esprinta más allá de nuestro teléfono móvil. Ahogamos el progreso que nuestros padres propulsaron –si bien al ralentí- a base de sacrificios mudos y dolorosas rupturas con lo que la tradición esperaba de ellos. Sucumbimos al vacuo culto a la belleza y a la tiranía de unos medios que adormecen nuestra inteligencia; damos por válido que la incultura cotiza al alza cuando, enredados en un satinado bucle cuyo origen no logramos delimitar, escogemos –sólo por un día- la tertulia rosa antes que un filme con trasfondo o compramos un best seller de folletín –estas Navidades, no más- en vez de la novela póstuma de Saramago.

Somos los hijos de una comodidad narcótica que intuimos perdida para siempre, pero que insistimos en reclamar en los muros de Facebook cuando descubrimos que la graduación viene acompañada de un billete con vuelta abierta a Londres. Nuestros padres, aterrados ante la idea de negarnos una pizca de lo que a ellos les faltó, abarrotaron de algodón y miel la cuna que ahora, título en mano, echamos de menos. Pero es que a nosotros no nos hizo falta romper las barreras de la represión ni de la pobreza: ellos –lamentamos- debieron habernos enseñado a reivindicar lo que, por derecho nato, merecemos.


A veces, cuando la incertidumbre ahoga y los meses en blanco amenazan con multiplicarse, cambiamos las quejas sobre fondo azul virtual por las pancartas en manifestaciones que nos dejan la satisfactoria sensación de haber contribuido, con nuestro grito, a una revolución que sabemos imposible. Imposible, al menos, mientras prefiramos la estéril queja de bar a la comprometida reunión que antecede al cambio; mientras las resacas sean por alcohol en demasía y no gracias a la sana confusión que despiertan las nuevas ideas discutidas hasta altas horas de la madrugada; mientras, al recontar los retuits que ha obtenido nuestra última reclamación pública, nos felicitemos por haber cumplido la pequeña obra social del día. Una revolución imposible si no soltamos el iPhone y nos reencontramos con el mundo.  



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