Nosotros,
los nacidos entre los años 1985 y 1995, seremos recordados como integrantes de
una generación sin sangre. El mundo nos recibió con el saloncito ordenado, y
nos permitió corretear entre los muebles y juguetear con la decoración hasta
que nos hartamos. Crecimos en una bonanza de papel transparente, asumiendo como
natural que nuestros padres estrenasen coche cada siete años y que nos montaran
en él a principios de julio para inaugurar el apartamento de la playa. Nosotros,
generación edulcorada, dimos por hecho que los Reyes Magos serían siempre
generosos: nuestro es el honor de ser pioneros despegando el papel de regalo con
la emoción puesta en el próximo paquete.
Nosotros, miembros de una generación aletargada
y conformista, alzamos los tuits cuales
armas de revolución. Creemos convertirnos en líderes de opinión y en gurús del
cambio al sustituir la protesta humana por una lucha de fantasía que ejercemos
a golpe de pulgar mientras la vida esprinta más allá de nuestro teléfono móvil.
Ahogamos el progreso que nuestros padres propulsaron –si bien al ralentí- a
base de sacrificios mudos y dolorosas rupturas con lo que la tradición esperaba
de ellos. Sucumbimos al vacuo culto a la belleza y a la tiranía de unos medios
que adormecen nuestra inteligencia; damos por válido que la incultura cotiza al
alza cuando, enredados en un satinado bucle cuyo origen no logramos delimitar, escogemos
–sólo por un día- la tertulia rosa antes que un filme con trasfondo o compramos
un best seller de folletín –estas
Navidades, no más- en vez de la novela póstuma de Saramago.
Somos los hijos de una comodidad narcótica
que intuimos perdida para siempre, pero que insistimos en reclamar en los muros
de Facebook cuando descubrimos que la graduación viene acompañada de un billete
con vuelta abierta a Londres. Nuestros padres, aterrados ante la idea de
negarnos una pizca de lo que a ellos les faltó, abarrotaron de algodón y miel la
cuna que ahora, título en mano, echamos de menos. Pero es que a nosotros no nos
hizo falta romper las barreras de la represión ni de la pobreza: ellos –lamentamos-
debieron habernos enseñado a reivindicar lo que, por derecho nato, merecemos.
A veces, cuando la incertidumbre ahoga y los meses
en blanco amenazan con multiplicarse, cambiamos las quejas sobre fondo azul
virtual por las pancartas en manifestaciones que nos dejan la satisfactoria
sensación de haber contribuido, con nuestro grito, a una revolución que sabemos
imposible. Imposible, al menos, mientras prefiramos la estéril queja de bar a
la comprometida reunión que antecede al cambio; mientras las resacas sean por
alcohol en demasía y no gracias a la sana confusión que despiertan las nuevas ideas
discutidas hasta altas horas de la madrugada; mientras, al recontar los retuits que ha obtenido nuestra última
reclamación pública, nos felicitemos por haber cumplido la pequeña obra social
del día. Una revolución imposible si no soltamos el iPhone y nos reencontramos con
el mundo.
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