Imagina que un día, tras abrir la puerta de
tu casa, descubres que los muebles han mudado su lugar y su apariencia. El aspecto
del distribuidor es tan novedoso que, a simple vista, apenas puedes reconocer en
él tu hogar. Tu propia figura, acostumbrada a reflejarse en el espejo que
ocupaba la pared de enfrente, te saluda ahora desde el techo. La mesita en la
que solías dejar el juego de llaves ya no es de madera, sino de hierro hostil,
y ha perdido el cajoncito que custodiaba el mando del garaje. La puerta que
conduce al comedor ha desaparecido; la que comunica con el pasillo está dada la
vuelta y ha sido teñida de un color amarillo tan luminoso que duele a los ojos.
Investigas el resto de la vivienda. Aunque te
anonadan los cambios aleatorios y carentes de una línea lógica que les confiera
cierta coherencia dentro del caos, te habitúas a la nueva apariencia de tu casa
con una rapidez que te asombra todavía más. Su estructura no ha variado; aunque algunas
puertas y ventanas han modificado su orientación o su lugar, las paredes delimitan
los mismos metros habitables y se juntan en las mismas esquinas. Cuando sacas
la cena del microondas de goma apostado en la tapa del váter ya has aceptado
el nuevo orden de tu continente, un orden que alguien o algo totalmente ajeno a
ti te ha impuesto sin ofrecer la opción de negarte.
Nuestro universo es esa casa desprovista de sentido.
Cuando nacemos lo aceptamos casi al instante, dueños de una capacidad de
adaptación posible gracias a nuestro feroz instinto de supervivencia. Nos hacemos
a las puertas equívocas, a los muebles transformados; desconocemos su origen,
quién los colocó ahí. Pero, con toda su extrañeza, los seguimos reconociendo
como parte de nuestro hogar.
A veces tratamos de comprender el universo. Queremos
darle una explicación a las coordenadas de esos potentes electrodomésticos que
son las estrellas, anhelamos desvelar el secreto que contienen los armarios
repletos de galaxias. Pero ninguna mente humana está tan capacitada como para
llegar al principio último del universo. Saber que estamos condenados a habitar
una casa que nos niega el acceso a su realidad íntima nos frustra un poco,
hasta que nos estiramos en el sofá y el asunto pierde interés.
Una cosa sí sabemos: el universo tiende a la
repetición. Aunque nos quedan lejos, cada día mueren miles de estrellas, desfilan
entre planetas millones de asteroides y se generan otras tantas galaxias. Varían
los escenarios, varían las circunstancias, varían las relaciones entre los
fenómenos físicos que derivan en nuevas realidades. Lo que no varían son las
preguntas y las respuestas, las conozcamos o no. Y, a pesar de la ley de la repetición, en el universo reina la incertidumbre; una incertidumbre que determina, en el último milisegundo,
si la supernova arraiga, si la roca impacta contra el planeta o si las
galaxias detienen su nacimiento para empezar a autodestruirse. En el universo todo es
probable, y, sin embargo, nada es seguro.
Las familias también son esa casa desordenada
e imprevisible. En ella se suceden pequeños cambios rutinarios que sólo revelan
su verdadero alcance cuando se rescatan muchos años después. Tú, sin darte
cuenta, te habías habituado a las nuevas circunstancias. Creías que ni siquiera
te habían afectado. Pero la verdad es que te afectan, y no sólo a ti: también a
tu hipotética descendencia, a los familiares que ahora viven y a los que,
muertos hace tanto, reavivamos en nuestro pensamiento, modificando sus
perspectivas, su memoria.
Desde el momento en que tu familia te acoge, te
asocias a un vaporoso e inabarcable universo de preguntas y respuestas
perpetuas, casi siempre escondidas o incluso censuradas. Lo único que te
diferencia de tu abuelo es el escenario, las circunstancias, las relaciones:
tus preguntas y las suyas son idénticas. También lo son vuestras respuestas,
aunque cada uno obtendrá su parte de soluciones, y éstas no tienen por qué
coincidir siempre –de hecho, casi nunca coincidirán-. La misma regla sirve para
tu tataratatarabuela, para ti una desconocida innominada, y para la bisnieta de tu
bisnieto, que ahora, cuando la has pensado al leer esto, cobra vida por primera
vez, mucho antes de existir realmente.
A veces tratamos de comprender a nuestra
familia. Queremos darle una explicación al asentamiento geográfico de nuestros
antepasados, que ha condicionado nuestra ubicación en el vasto mapa planetario.
Anhelamos, asimismo, llegar a la rama más alta de nuestro árbol genealógico, imaginando
que las identidades perdidas entre las hojas de la secuoya nos aportarán
nueva información sobre nosotros mismos. Pero ningún investigador tiene las
herramientas necesarias que le acercarían al principio último de su familia. Saber
que estamos condenados a habitar una familia que nos niega el acceso a su
realidad íntima nos frustra un poco, hasta que nos estiramos en el sofá y el
asunto pierde interés.
El universo y las familias: expansión
constante, origen desconocido, futuro incierto. Pero siempre las mismas preguntas
y las mismas respuestas.
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