lunes, 9 de febrero de 2015

Actores y periodistas

Delante había una mentira comprensible, y detrás una verdad incomprensible. (Milan Kundera) 

Las dos profesiones para cuyo desempeño me he formado o estoy formándome son la de periodista y la de actriz. Ambas, curiosamente, bien consideradas a priori, pero apestadas si rascamos un poco y escuchamos lo que la opinión pública tiene que decir sobre ellas.

La vocación del periodista, en un principio, es narrar una versión lo más objetiva posible de los hechos; debería ser algo así como un pintor hiperrealista, un descriptor implacable y honesto del entorno en el que habita. Esta idea del periodista es la que navega sobre las olas del inconsciente colectivo, al menos, creo yo, en España. Sin embargo, todo cambia cuando somos preguntados a viva voz por nuestra concepción de los periodistas. Si hiciéramos un recuento de los adjetivos más utilizados para definirlos, probablemente ganarían "manipuladores" y "mentirosos". Y la verdad es que no irían desencaminados: los referentes periodísticos que tenemos más a mano pecan, ya sea de forma habitual o de vez en cuando, ya lo hagan tirando a las izquierdas o a las derechas, de falta de objetividad, de desmesurada opinión desubicada y de tergiversación de datos.

El estudiante de Periodismo entra en la facultad queriendo cambiar el mundo a través de sus palabras y la abandona, casi siempre, con la firme convicción de que su misión de partida era ingenua y poco realista. Acepta que deberá venderse al mejor postor, aunque para ello se vea obligado a atropellar los mismos valores que le motivaron a estudiar para ejercer "el oficio más bonito del mundo", como dijo Gabriel García Márquez (quien, mucho antes que escritor, fue periodista).

El periodismo está mal considerado pero no por equivocación del pueblo, sino por pura incompetencia de quienes lo ejercen. Y nosotros, pueblo, consentimos el engaño. Se nos llevan los demonios los dos primeros telediarios en que notamos el descenso en la profesionalidad de TVE, y bramamos que no hay derecho a que nos engañen de forma tan flagrante, y vislumbramos el fantasma de Urdaci, y echamos de menos que nos hablen más de cultura. Pero en seguida nos acostumbramos, y nos acostumbramos, también, a que el periodista sea un manipulador y un mentiroso. Lo damos por hecho.

La vocación del actor no sé cuál es. Creo que es la misma que la de toda persona que ve en cualquier expresión artística su manera de darse al mundo: al final, el actor quiere brindar al público una versión de unos hechos, que previamente él ha debido comprender, asimilar e interpretar según su bagaje y filosofía vital y artística. Pero, aunque esos hechos se subjetivicen durante este proceso, en la función el actor acerca a la platea una verdad humana, una realidad prístina y casi tangible para quien está dispuesto a abrir su alma y dejarla entrar.

Lo mismo creo que sucede con los que pintan, con los que escriben, con los que componen música: depositan en su medio -sea un lienzo, sea un papel o una partitura- una realidad que compartimos todos los seres humanos, pero en vez de cederla a los demás desnuda y sencilla, la revisten de palabras, pinturas o notas musicales, la dotan de un lenguaje que transforma su superficie, pero que deja intacta su esencia. Los actores, y los artistas en general, hacen lo contrario que el mal periodista, quien, disimulando al máximo los retoques superficiales, consigue que le compremos la esencia rota y desvirtuada.

Los actores, a pesar de su sagrada y honesta misión, en ese inconsciente colectivo siguen siendo considerados, a mi entender, vil calaña de la que es mejor mantenerse lejos. Igual que el buen periodista ha de pagar los desmanes del periodista traicionero, el actor dedicado y riguroso ve mermada su reputación por el faranduleo comercial de la profesión, que, al final, es lo que trasciende gracias a los medios regidos por empresarios oportunistas del sector de la comunicación -y sus secuaces periodistas vendidos-. Claro que en ese escaparate del cine y de la televisión -y, en menor medida, del teatro por gozar éste de una menor popularidad mediática- se muestran enormes profesionales, pero la exposición intrínseca del sector de los actores hace que la parte se confunda con el todo y, al final, un mal actor popular eclipsa a todos los buenos que trabajan día a día por evolucionar en su oficio (también considerado el más bonito del mundo por la recientemente fallecida actriz Amparo Baró).

Los periodistas y los actores tienen bastantes aspectos en común. Uno de ellos alberga especial importancia: su trabajo está concebido para ser consumido por el público. Los periodistas y los actores comunican y expresan. Unos, noticias reales; los otros, emociones e historias ficticias, aunque a veces destilen más realidad que las verdaderas. Y existe una gran masa de terceros que compra esa comunicación. La primera profesión se ha inmolado a base de mentiras y manipulaciones descaradas; la segunda ha pagado siempre muy caro el precio del desconocimiento que, por lo general, existe del minucioso trabajo artesano que se esconde tras cada papel, grande o pequeño. Los periodistas han cavado su propia tumba; los actores nacieron en ella y se han pasado la vida tratando de abandonarla sin el respaldo ni del poder político, ni de la educación, ni de los propios periodistas.

Por todo esto los actores y los periodistas son colectivos cuyos miembros no se cansan de darse premios los unos a los otros. De alguna manera, aunque sea interna, han de convencerse de que no lo están haciendo tan mal.







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