"¿Tendré el valor de contar las cosas humillantes sin preservarlas con infinitos prefacios?" (Stendhal)
A veces, cuando me sorprendo dudando sobre una cuestión sobre la que, por la razón que sea, se supone que debería tener una opinión firme, me acuerdo del taller de Humanidades al que me apunté en mi instituto cuando estaba en segundo de bachiller.
En esta
actividad extraescolar se organizaban debates alrededor de temas de actualidad.
Solían girar alrededor de las cuestiones de género. Recuerdo a mis ocho o nueve
compañeros enunciando sus argumentos a favor o en contra del tema propuesto. Lo
hacían con la vehemencia y la seguridad que caracteriza a los adolescentes que
buscan su identidad a través de las convicciones. Por encima de ello, sin
embargo, recuerdo mi sensación de absoluta confusión y de división interna al escuchar
sus razones: las unas me parecían las correctas, pero entonces hablaban los opositores
y lograban convencerme.
En el
taller de Humanidades me nutrí de muchos y variados puntos de vista, pero pocas
veces conseguí llegar a conclusiones personales férreas. Por el contrario: poco
a poco desarrollé un complejo de marioneta que se deja llevar por las manos de
unos y otros manipuladores sin lograr crear su número estrella particular.
Me
costó algunos años aprender que, casi siempre, la duda es preferible a la inamovible
convicción. Con el tiempo me he ido dando cuenta de que hay pocas verdades prístinas
sobre las que podemos estar completamente seguros. Puede que, además de por mi
amor a la escritura, estudiara Periodismo para encontrar un caldo de cultivo
propicio para sembrar mis múltiples dudas sobre el mundo y la humanidad, yo que
siempre he preferido formular preguntas antes que responderlas. Y gracias tanto
la carrera como a otras experiencias vitales, he alcanzado, por fin, una
conclusión en la que –de momento- creo: la duda suele beneficiar más que la
certeza.
Estos últimos
días, en varios debates y situaciones generados en entornos distintos, he
podido reflexionar sobre esto. Las elecciones autonómicas están muy cerca. A
mí, como de costumbre, no me convence ningún partido político. Pensando en el
porqué de esta desafección mía, vislumbro una posible respuesta: actualmente,
los líderes políticos no aspiran a ganar las elecciones para mejorar el entorno
social, sino para obtener poder personal, fama y prestigio. Es decir, anteponen
su ego al interés y al bienestar comunes.
Los
debates, mítines y entrevistas que veo y leo me abocan a esta conclusión. ¿Por
qué gran parte del discurso “político” está dirigido a atacar a los otros
partidos y no a proponer, con un discurso bien estructurado y que no presuponga
que los ciudadanos somos medio lelos, nuevas políticas y reformas? ¿Por qué el
marketing ha invadido el terreno de la comunicación política y los cabezas de
lista parecen más estrellas de Hollywood que líderes comprometidos con el
bienestar social? ¿Por qué, en vez de honestidad, cooperación y
responsabilidad, los valores que desprenden nuestros políticos a través de sus
palabras, actitudes y comportamientos son la codicia, la sed de poder y el
sometimiento?
Cuando
el ego se eleva sobre el interés común, cualquier sistema se corrompe. Podemos
hablar de un partido político, de una empresa o hasta de un grupo de amigos: por
lo que he observado, la consigna vale para todas las organizaciones a las que la
apliquemos. Tomemos el ejemplo de la tertulia televisiva mañanera: el ochenta
por ciento del tiempo, lo único que escuchamos es una amalgama de voces que
bregan por sonar más fuerte que el resto. Todos quieren hablar y que se les
escuche, porque todos dan por hecho que su opinión es la verdadera, la única. Sus
egos se sentirán mal si no logran no ya convencer a los contertulios, sino
simplemente arribar a sus oídos. Les basta con escucharse a ellos mismos. Los
egos están por encima del que supuestamente debería ser el objetivo común de
los invitados: informar a los espectadores.
En las
reuniones formales –ya sean de empresas, de organizaciones educativas, de escaleras
de vecinos, etc.- acontece exactamente lo mismo. El moderador, si lo hay, suele
quedar pronto relegado al rincón del “castigado sin hablar”. Todos quieren imponer
su idea, porque la creen inmejorable, absolutamente cierta. Si hay consenso,
suele venir acompañado de caras largas y críticas al adversario en subgrupos conformados
por afines. Nuestro ego, que lo sabe todo, sólo estará contento si se sale con
la suya. ¿El interés común? Alimentarlo no acarrea los mismos niveles de
satisfacción que alimentar nuestro propio ego ilustrado.
Podemos
abordar también las relaciones de tú a tú, en las que el ego, cuando emerge, es
reconocible porque suele venir precedido por la coletilla “yo es que…”. El otro
día, sin ir más lejos, comenzaron las clases de un curso de poesía al que me he
apuntado. Llegué al aula diez minutos antes de que comenzase la clase. En ella,
de momento, sólo había dos alumnas; conmigo, tres. Una de ellas, antes incluso
de que yo pudiera tomar asiento, abandonó la conversación con la otra y me
preguntó:
-¿Tú
escribes?
-Sí-,
le respondí.
-Ah,
vale. Mira, es que yo -os aseguro que siempre que escucho este sintagma, y más
si viene de un desconocido, echo a temblar- ya he publicado algunos libros, he
ganado varios premios de poesía, y bueno, pues vengo aquí a ver qué es lo que
me queda por aprender, porque la verdad es que ya… jeje.
Ah,
bienvenida al curso, Antonia Machado. Resulta que la gran poetisa sólo me
preguntó si escribía para obtener una respuesta cualquiera que diera pie a un discurso sobre su aclamada obra. Por cierto, que la susodicha se pasó las dos
horas de clase sentando cátedra sobre lo que es y lo que no es poesía, para
asombro del profesor, que la contemplaba anonadado, alucinando –su cara era un
poema, nunca mejor dicho- con que una sola persona pretendiera dilucidar en una
sola tarde un asunto sobre el que filólogos y escritores discutirán hasta el
fin de los tiempos sin obtener conclusión alguna.
Cuando
era más joven me impresionaban las personas que tenían las ideas claras y predicaban
sus teorías sin tapujos ni sombra de duda. Eso, me parece, es algo que cautiva
a cualquier adolescente. Sin embargo, pienso que algo que caracteriza al adulto
es el abrazo de la duda, la certeza de que nada es constante ni eterno. Aunque
los ejemplos mediáticos y cotidianos nos hagan pensar que quien más seguro
está, más crítico es y más influye en el resto de personas, cada vez me doy más
cuenta de que el verdadero sabio es el que calla y no trata de convencer de que
su idea es la buena; quien más sabe es quien menos cree saber, porque cuanto
más conoce uno, más se da cuenta de que le queda todo un mundo que abarcar.
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