miércoles, 15 de octubre de 2014

Ese olor a librería

La historia de mi vida estará siempre ligada a la librería París-Valencia, o mejor dicho a una de las tres que existen en la ciudad, la del Parterre. Esta París-Valencia no es una librería especialmente encantadora, ni antigua, ni tampoco la caracteriza el desorden espontáneo de las pequeñas casas de libros regentadas por ancianos de los que continúan recomendando libros una vez traspasada con creces la edad oficial de jubilación. París-Valencia es una librería corriente; desde luego no tan aséptica y compartimentada como esas franquicias libreras que van invadiendo poco a poco el continente, pero sus dimensiones son grandes y sus pasillos lo suficientemente anchos como para permitir que dos personas se crucen sin chocarse. Y sus secciones, por ejemplo, no están organizadas siguiendo una lógica continua; el teatro acaricia las portadas de los libros sobre paternidad, y la economía es vecina de la literatura infantil. A pesar de que la iluminación es potente, uno puede tropezar cada pocos metros con montañas de libros, desterrados de las estanterías por falta de espacio. Sus empleados no llevan un ridículo chaleco verde y amarillo y se acuerdan de tu nombre pese al paso de los años; apuntan tu teléfono en un pedazo de papel y te envían un mensaje al móvil para avisarte de que tu libro ha llegado, si antes no te han visto por la calle y se han parado a informarte de la entrega. París-Valencia no es un pequeño negocio familiar, o al menos ya no lo es, pero probablemente esté atravesando por las mismas dificultades que cualquier librería que no lleve por nombre FNAC o Casa del Libro, en esta época en la que las ediciones más cuidadas se sustituyen sin pudor alguno por fríos documentos electrónicos que simulan libros, ahora que preferimos tocar el plástico oscuro de un aparato electrónico a pasar las frágiles pero resistentes páginas de esos compañeros que conforman universos individuales y apetecibles.

Yo no sé de dónde me viene la afición lectora. Aunque mis padres son lectores entrenados y críticos, no confío mucho en que las preferencias culturales y de entretenimiento estén impresas en los genes. Pero sin duda creo que influyó que, desde pequeña, me acostumbrara a que los estantes de nuestro salón rebosaran libros, a tener que reestructurar su disposición cada vez que un nuevo ejemplar entraba en casa para poder encajarlo entre otras dos piezas, como si intentáramos hacer arquitectura con las palabras encuadernadas. A mí me encantaba hojear todos esos libros "para mayores" de mis padres e intentar descifrar su contenido, desistiendo, claro, a los pocos segundos. Recuerdo que, en una ocasión, imprimí de mi puño y letra palabras al azar en el libro que mi madre tenía en su mesita de noche, como si aquello fuera un diccionario en vez de una novela y yo quisiera enriquecerlo con mi vocabulario particular. De pequeña leía con ansia, libro tras libro, y ellos eran los mejores regalos que podían hacerme. Finiquitaba al menos una vez al año las tiras completas del "Todo Mafalda" que me compraron mis padres, aunque no entendía los chistes políticos y se me escapaba el significado de términos como "burocracia", nombre con el que aquella niña espabilada bautizó a su tortuga.

Mis padres abrieron, hace 17 años, una cafetería situada a dos minutos andando de la librería París-Valencia. Yo tenía entonces siete años. Algunos días que pasaba por el negocio (ya fuera para visitar a mi madre, que trabajaba y continúa trabajando allí, o para quedarme un buen rato porque en algún sitio tendrían que dejarme), alguien me acompañaba a París-Valencia y yo permanecía en el local hasta que volvían a recogerme. Recuerdo el proceso como sigue: nada más entrar, me dirigía a la sección de libros infantiles y me sentaba pegadita al módulo que los recogía, con el vuelo del vestido cubriendo mis rodillas flexionadas hacia los lados. Entonces empezaba a sacar libros de las estanterías: escogía los que me parecían más interesantes o llamativos, construía una torre con ellos y husmeaba entre sus hojas. Los que tenían menos texto y más ilustraciones me los acababa allí mismo. Algunos los leía en varias sesiones, y había otros que mis padres me permitían comprar. Yo sabía que me harían elegir un solo libro, y los momentos de la decisión final eran arduos, extensos y preñados de cavilaciones. Quizá de aquella época proceda mi dificultad para tomar decisiones rápidas y exentas de toda espontaneidad.

Así podía permanecer horas y horas. Quizá exagere, porque la percepción del tiempo es más dilatada en los niños, pero aun así yo recuerdo esas tardes de sábado como momentos de pura atención y presencia en el aquí y ahora. Los trabajadores de París-Valencia, muchos de los cuales aún continúan allí, me conocían y me permitían convertir su librería en una biblioteca. Cuando crecí un poco más, mis padres me permitieron desplazarme sola desde la cafetería hasta París-Valencia. Y la línea se repetía: entraba, saludaba a Silvia si la veía, ocupaba mi trozo de suelo y leía, observaba, admiraba aquellas páginas que aun hoy continúan otorgándome esa sensación de vida en flor y de historias, tantas historias que nunca podré conocerlas todas.

Ahora ya no visito tanto París-Valencia. A veces camino sola por el centro de la ciudad, o visito la cafetería de mi madre a la que entro y de la que salgo sin que nadie me tome de la mano, y me paso por allí. Puede que busque algún libro en concreto; puede que sólo quiera investigar, adentrarme en títulos que desconozco y en ediciones que me conquistan con su estética pero me espantan por su precio. En ocasiones no quiero nada en especial y salgo de allí con varios libros en la mochila. Los días en que tengo ratos libres y me encuentro cerca tengo que evitar la tentación de entrar en la librería, porque sé que los veinte euros que llevo en la cartera no cruzarán conmigo la puerta de salida. 

Hoy he estado allí poco antes de que cerrasen. Buscaba un libro de Stanislavski que no tenían. Me lo han encargado, apuntando mi teléfono en la acostumbrada hojita de papel. "¿Se lo acerco a tu madre cuando llegue?". De acuerdo. Como ése no estaba, he pecado y me he llevado otro. Total, se trataba de una edición barata y con una traducción de calidad, y, aunque ya no soy una niña que lee en los pasillos, todavía me hacen descuento. Al salir me he dejado seducir por portadas, por autores que no me suenan de nada, por biografías que ansío leer y por ediciones de bolsillo tan humildes y a la vez sumamente cuidadas. Pero no me he llevado nada más, excepto ese olor a librería que no es antigua, ni es intrínsecamente especial, ni tampoco encandila al público general con su esencia; ese olor que me ha golpeado cuando estaba a punto de salir, haciéndome sentirme niña de nuevo, intensificando el amor a la palabra, a los libros pulcramente editados, pero también a las publicaciones antiguas a las que se les desprende el lomo y que, aun así, resisten gracias a la fuerza delicada de sus costuras. 


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