Vida: Fuerza o actividad interna
sustancial, mediante la que obra el ser que la posee. Implica las capacidades
de nacer, crecer, metabolizar, responder a estímulos externos, reproducirse y
morir.
Nacer
El padre de Pablo se suicidó un día después
de nacer su hijo. Estaba de viaje y pensaba que su mujer pariría dos semanas
más tarde. Por eso planeó su muerte de ese modo, para perjudicar lo menos
posible la alegría del parto sin tener que coincidir con el niño en este mundo.
Pero los cálculos no se ajustaron a lo previsto y Pablo se adelantó dieciséis
días, como si presintiera que su padre estaba planeando irse sin conocerle y
quisiera aparecer ante él, más indefenso y menor de lo esperado, para hacerle
cambiar de opinión.
Su padre no llegó a enterarse del nacimiento
de Pablo. Cuando llegó al hotel horas después de que su mujer hubiese ingresado
en el hospital, el recepcionista le extendió una nota con un número de
teléfono. “Ha llamado su madre. Le pide que se ponga en contacto con ella
cuanto antes”. En el maletín que portaba, el padre de Pablo guardaba cuatro
cajas de somníferos y una petaca llena de vodka. La urgencia que se le suponía
a aquella llamada le hizo pensar en su hijo nonato. Eliminó la idea. Dolía. Menos
de veinte minutos después había ingerido el cargamento de su maletín y se
preparaba para recibir a una muerte que, casi desde el momento de su
nacimiento, había ansiado.
Le hizo falta crear una vida para atreverse a
poner fin a la suya. Pablo nació por cesárea; acarició el aire por primera vez
a través de una abertura que a su madre siempre le dolería mirar. Las primeras
horas fueron de celebración, de ternura honesta hacia una vida que se iniciaba
y que todos concebían tan lejana a la muerte, cuando la realidad era que había
nacido de ella. La madre de Pablo, que en un principio lamentó la ausencia de
su marido en el parto, se vio poco a poco seducida por lo anecdótico de la
historia que contarían a la pandilla: “Jesús adelanta el viaje para poder
acompañarme, y va este pillo y decide salir dos semanas antes de la fecha que
me dieron los médicos”. Para el siguiente –porque habría siguiente- Jesús
habría aprendido la lección, y pediría a su jefe que no le programase salidas
de trabajo al menos durante los dos meses anteriores al nacimiento. Si el
primero se adelanta quince días, el segundo podría ser sietemesino.
A partir de la mañana siguiente, todos
empezaron a preocuparse. La abuela volvió a llamar al hotel, y el recepcionista
le aseguró haber entregado la nota con el teléfono del hospital al huésped de
la 206 unas horas antes. “Llegaría cansado y no pensaría que podía tratarse de
esto”, le dijo a su nuera. “Debería haber añadido que estabas de parto”. Las
llamadas al hotel se hicieron cada vez más frecuentes: cada media hora, cada
quince minutos, cada diez. Nadie cogía el teléfono en la 206. Su ocupante no
había bajado a desayunar. La penúltima noticia fue que la puerta estaba cerrada
por dentro.
Pablo dejó de existir para su madre cuando le
comunicaron lo sucedido. De maternidad se la llevaron a psiquiatría para rescatarla
de aquella ciénaga de bramidos y cólera desencajada. El bebé se quedó solo en
la habitación hasta que una enfermera, todavía impactada por la historia que,
seguramente magnificada, había llegado a sus oídos, recordó que un niño había
nacido allí la madrugada anterior. Lo encontró dormido, su manita suave y laxa
rozando un pequeño perro de peluche que yacía a su lado. Una alfombrilla de
pelo rubio y quebradizo cubría su cabeza. Las cejas, aunque casi inexistentes, permitían
suponer que algún día cobrarían el color de sus cabellos. Sintió el deseo de
acariciarle la mejilla, algo que, por otra parte, solía pasarle con casi todos
los recién nacidos. Pero con éste el deseo nacía de un lugar distinto al
habitual; no se trataba de un impulso originado en el afecto, ni en la
atracción involuntaria que provocan los bebés y que activa un resorte humano,
inconsciente casi siempre, que nos empuja a admirar una belleza tan pura y sutil,
formada mediante procesos que, por mucho que la ciencia trate de explicar,
continúan pareciendo indescifrables, incluso para una enfermera. No; ella deseó
acariciar a Pablo no por amor al misterio de la vida, sino por una pena inmensa
que traspasaba su pecho y que guiaba su mano derecha, arriba y abajo en la
mejilla del niño.
-Que tengas suerte en la vida, Pablito.
Continuará
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