lunes, 20 de octubre de 2014

Pablo y la vida I: Nacer

Vida: Fuerza o actividad interna sustancial, mediante la que obra el ser que la posee. Implica las capacidades de nacer, crecer, metabolizar, responder a estímulos externos, reproducirse y morir.

Nacer

El padre de Pablo se suicidó un día después de nacer su hijo. Estaba de viaje y pensaba que su mujer pariría dos semanas más tarde. Por eso planeó su muerte de ese modo, para perjudicar lo menos posible la alegría del parto sin tener que coincidir con el niño en este mundo. Pero los cálculos no se ajustaron a lo previsto y Pablo se adelantó dieciséis días, como si presintiera que su padre estaba planeando irse sin conocerle y quisiera aparecer ante él, más indefenso y menor de lo esperado, para hacerle cambiar de opinión.

Su padre no llegó a enterarse del nacimiento de Pablo. Cuando llegó al hotel horas después de que su mujer hubiese ingresado en el hospital, el recepcionista le extendió una nota con un número de teléfono. “Ha llamado su madre. Le pide que se ponga en contacto con ella cuanto antes”. En el maletín que portaba, el padre de Pablo guardaba cuatro cajas de somníferos y una petaca llena de vodka. La urgencia que se le suponía a aquella llamada le hizo pensar en su hijo nonato. Eliminó la idea. Dolía. Menos de veinte minutos después había ingerido el cargamento de su maletín y se preparaba para recibir a una muerte que, casi desde el momento de su nacimiento, había ansiado.

Le hizo falta crear una vida para atreverse a poner fin a la suya. Pablo nació por cesárea; acarició el aire por primera vez a través de una abertura que a su madre siempre le dolería mirar. Las primeras horas fueron de celebración, de ternura honesta hacia una vida que se iniciaba y que todos concebían tan lejana a la muerte, cuando la realidad era que había nacido de ella. La madre de Pablo, que en un principio lamentó la ausencia de su marido en el parto, se vio poco a poco seducida por lo anecdótico de la historia que contarían a la pandilla: “Jesús adelanta el viaje para poder acompañarme, y va este pillo y decide salir dos semanas antes de la fecha que me dieron los médicos”. Para el siguiente –porque habría siguiente- Jesús habría aprendido la lección, y pediría a su jefe que no le programase salidas de trabajo al menos durante los dos meses anteriores al nacimiento. Si el primero se adelanta quince días, el segundo podría ser sietemesino.

A partir de la mañana siguiente, todos empezaron a preocuparse. La abuela volvió a llamar al hotel, y el recepcionista le aseguró haber entregado la nota con el teléfono del hospital al huésped de la 206 unas horas antes. “Llegaría cansado y no pensaría que podía tratarse de esto”, le dijo a su nuera. “Debería haber añadido que estabas de parto”. Las llamadas al hotel se hicieron cada vez más frecuentes: cada media hora, cada quince minutos, cada diez. Nadie cogía el teléfono en la 206. Su ocupante no había bajado a desayunar. La penúltima noticia fue que la puerta estaba cerrada por dentro.

Pablo dejó de existir para su madre cuando le comunicaron lo sucedido. De maternidad se la llevaron a psiquiatría para rescatarla de aquella ciénaga de bramidos y cólera desencajada. El bebé se quedó solo en la habitación hasta que una enfermera, todavía impactada por la historia que, seguramente magnificada, había llegado a sus oídos, recordó que un niño había nacido allí la madrugada anterior. Lo encontró dormido, su manita suave y laxa rozando un pequeño perro de peluche que yacía a su lado. Una alfombrilla de pelo rubio y quebradizo cubría su cabeza. Las cejas, aunque casi inexistentes, permitían suponer que algún día cobrarían el color de sus cabellos. Sintió el deseo de acariciarle la mejilla, algo que, por otra parte, solía pasarle con casi todos los recién nacidos. Pero con éste el deseo nacía de un lugar distinto al habitual; no se trataba de un impulso originado en el afecto, ni en la atracción involuntaria que provocan los bebés y que activa un resorte humano, inconsciente casi siempre, que nos empuja a admirar una belleza tan pura y sutil, formada mediante procesos que, por mucho que la ciencia trate de explicar, continúan pareciendo indescifrables, incluso para una enfermera. No; ella deseó acariciar a Pablo no por amor al misterio de la vida, sino por una pena inmensa que traspasaba su pecho y que guiaba su mano derecha, arriba y abajo en la mejilla del niño.


-Que tengas suerte en la vida, Pablito.

Continuará

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