sábado, 18 de octubre de 2014

Lo que puede salvar al mundo



"La música clásica es lo que puede salvar el mundo". Eso fue lo que pensó Antonio una mañana en la que, conduciendo su Peugeot 206 hacia el trabajo, escuchó en la radio "el lamento de Dido", de Henry Purcell. Siempre sintonizaba aquella emisora; su horario le hacía coincidir invariablemente con el mismo programa. No se podía decir que fuera especialmente la música de Purcell la que estimulase aquel pensamiento, puesto que no era la primera vez que convivía con ella, ni siquiera con esa pieza en concreto. Sus manos descansaban sobre el volante en la posición acostumbrada -las dos menos diez-, el sol le daba de perfil y la autopista se extendía ante sus ojos, suave y solitaria a ñas siete de la mañana.

El presentador había anunciado el título de la obra. Antonio, como hacía cada vez que llegaba una composición que estimaba de manera particular -pues le acercaba a parajes remotos de su memoria o le sugería emociones que no solía experimentar en su rutina de profesor-, subió el volumen de la radio y redujo la velocidad para que el motor del destartalado coche no encubriera, con su ruido de máquina desengrasada, las afortunadas notas de la partitura, que se unían entre ellas con legatos que eran como invisibles hilos de seda, con silencios que contenían la explosión potencial que estallaría más tarde con toda su fuerza.

El locutor calló y la música comenzó a sonar. Antonio reparó en el progresivo aclaramiento de las nubes del exterior, que mutaban desde un azul postizo hasta quedar blancas, despiertas en un cielo que respiraba novedad. Se fijó en el mar, continente de una vida que amanecía, discreta, secreta para todo ser pensante, un mar cuyas olas de anoche habían muerto y que esperaba las de hoy, todavía inexistentes. A su derecha, pequeñas ciudades y pueblos grandes creaban fronteras entre huertas a las que los primeros campesinos arribaban con sus tractores. La mañana era limpia, circundada por un carril en el que todo discurría con la fluidez propia de las notas que se deslizan por una partitura magistralmente compuesta.

Con el crescendo de la emoción de Dido, presa inevitable entre el desbocamiento y la contención más lastimosa, Antonio fue olvidando que sus manos sujetaban el volante, que su mirada continuaba pendiente de los coches sueltos que le adelantaban, que su oído permanecía atento a las ondas de música que salían de los altavoces y parecían expulsar al aire para robarle todo su espacio. Las partículas que formaban el cuerpo de Antonio reclamaron, también, su derecho a expandirse, y de repente ya lo habían hecho, traspasando las puertas de su coche y diseminándose, en un caos organizado, por los pueblos, la huerta, las nubes y el mar.

Cuando el último quejido se evaporaba en los labios de Dido, una suerte de hada minúscula, lúcida, le obsequió con aquel pensamiento. "La música clásica es lo que puede salvar el mundo". Como si su cuerpo se hubiese convertido de repente en un imán potentísimo, sus millones de partículas, excitadas por el contacto directo con tierras ignoradas, fecundas realidades y emociones amplificadas, retornaron a sus lugares de origen. Como una reminiscencia penosa, como la limosna triste a la que se asemeja el alargamiento de un sueño anhelado cuando uno ya ha despertado, los pelos de sus brazos se erizaron al unísono y el nudo que la respiración había formado en sus pulmones se mantuvo durante unos segundos más. Aturdido por la incredulidad y en el choque que experimenta quien se da de bruces con una verdad que sólo ha podido asir durante unos instantes para, en seguida, devolverla a la libertad de la que forma parte, Antonio continuó conduciendo hasta llegar al aparcamiento del trabajo. El pensamiento, que había perdido poco a poco el pleno significado que había henchido su alma, recorría ebriamente su cerebro, y revivir la sensación de haber sido, por primera vez, un solo ente, generoso, alerta, presente en todas partes, fue a partir de entonces el fin último de su existencia.

Continuará


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