lunes, 13 de octubre de 2014

Ruido

He crecido rodeada de ruido. Siendo valenciana, esto no debería sorprender a nadie. Un tercio de la importancia de las Fallas recae en las mascletaes, y otro en las despertaes (cabalgata de falleros tirando petardos a eso de las 7 de la mañana para poner a todo el barrio en pie con algún objetivo que todavía desconozco). Los petardos no sólo explotan en estas festividades; cualquier otra celebración es buena para lanzarlos: bodas, bautizos, comuniones, reuniones de amigos, fiestas locales, etc.

Pero además de ser valenciana con todas las consecuencias de ruidos que ello acarrea, la casa en la que crecí y en la que sigo viviendo está situada a unos cincuenta metros de la vía del tren. Así que cada hora oigo pasar unos tres o cuatro trenes, ahora hacia Valencia, luego hacia Castellón. Mentiría si dijera que me molesta el ruido de las ruedas deslizándose sobre los raíles o el de las bocinas que algunos maquinistas presionan como si les fuera la vida en ello. Después de 24 años he tenido tiempo para acostumbrarme a ellos, y lo cierto es que sólo soy consciente de que pasa un tren cuando estoy muy metida en una película o en el capítulo de alguna serie. El resto del tiempo, hasta cuando duermo (los trenes nocturnos existen y algunos pasan por aquí), ni me acuerdo de las vías.

Además de los petardos y de los trenes, tengo un perro, Ringo, que por las noches "duerme" en el patio de casa, en la planta baja. Y pongo "duerme" entre comillas porque la mitad del tiempo se la pasa ladrando. Y uno de sus alaridos es mucho más latoso que un tren de mercancías de cien vagones que viaje a 20 por hora. Resulta que Ringo escucha a los gatos de los tejados (dos de los cuales también son míos) y les ladra, no sé si por chincharles desde la distancia o a causa de la envidia y la frustración que le causa verlos divertirse y no poder escalar por el árbol para unirse a ellos. Ahora que me he mudado a la buhardilla y mi ventana ya no da al patio no le oigo tanto, pero aun así alguna noche me he sentido tentada de levantarme de la cama y berrearle algún improperio, como en los viejos tiempos. Pero al día siguiente vuelvo a quererle como siempre, que conste.

Ya tenemos las Fallas, la Renfe y el perro. ¿Qué más me falta para quedarme sorda? Que monten una iglesia evangélica al lado de mi casa. Eso sucedió hace unos años, y tuve la suerte de que uno de ellos estuve de Erasmus, así que lo único que me llegaba eran las quejas de mi madre vía e-mail. Y cuando volví tuve que creerla. Los evangélicos, de origen gitano, no sólo entonaban flamenquillo güeno de las siete a las nueve de la tarde como si se estuvieran proponiendo que les escuchasen en la iglesia del pueblo vecino, sino que de vez en cuando se servían del local para organizar cenorrios en los que los gritos importaban más que las longanizas que estaban asando. Afortunadamente, la iglesia acabó cerrando y, durante unos meses, la paz sonora fue una posibilidad palpable.

Pero en este pueblo un edén tal no puede durar. A los pocos meses, un gimnasio abrió a dos casas de la mía. Debo puntualizar que mi calle tiene solamente 7 u 8 viviendas, y que sólo la mía está ocupada. El resto han funcionado como locales comerciales (o religiosos, como veis, aunque al fin y al cabo es casi lo mismo) o tienen propietarios que no las habitan. El gimnasio tardó en dar problemas, pero todo llega. Hace poco más de un año se les ocurrió que era una buena idea que todo el pueblo se enterase de que a las 19.30 empezaba una clase de spinning, y a las 20.30 otra. Así que rotaron tanto la ruedecita del sonido que yo creo que la despegaron del aparato de música, y así sigue hasta hoy. Al principio decidimos aguantar, aunque los nervios me comían cada vez que llegaba la hora conflictiva y yo me hallaba enfrascada en la redacción o en el estudio de algún material importante, y tenía que cortarlo en seco porque la concentración, así, es imposible.

No contentos con tener todo un local para su negocio, los del gimnasio decidieron alquilar también el de al lado, o sea, el que pega directamente con la pared de mi casa, e instalar el aula de spinning en él. Sigue habiendo dos sesiones vespertinas; de las de la mañana, como no estoy en casa, no me entero, pero en verano comprobé que también existen. Cuando fuimos a pedirles, educadamente -de verdad-, que bajasen el volumen de la música -no dije nada sobre los gritos primitivos de los monitores, y os aseguro que me habría encantado-, nos echaron del gimnasio prohibiéndonos volver a poner un pie en él. Así que acudí al ayuntamiento a denunciar el caso, y poco después me llegó una carta en la que se apuntaba que iban a investigar el local porque no tenía licencia de apertura. Eso fue hace medio año, y la música sigue, invariablemente, atronadora cada tarde de lunes a viernes.

Pero aún hay más. Entre mi casa y las vías del tren hay un párking que el ayuntamiento parece haber declarado como espacio multiusos, así que todas las fiestas de este pueblo -excepto las mayores, MENOS MAL- se celebran en él. Y ya se sabe que en Valencia, y creo que en toda España e, incluso, en la península entera, no sabemos montar fiesta sin ruido. Así que con cualquier excusa me montan aquí delante un escenario que será ocupado, dependiendo del público objetivo, por un DJ, una banda -mala- de rock o unos playbacks cutres de falla (lo siento, pero es que los playbacks siempre me han parecido de lo más hortera). Reconozco que a veces he bajado a algún concierto, pero en general no soy muy de festividades locales, en parte porque, desde pequeña, le tengo una especie de manía visceral a este pueblo (con cinco años llamé a "Clásicos populares", el programa de Fernando Argenta de RNE, y, cuando éste me preguntó si mi pueblo era bonito, le respondí que "no mucho". Dejando claras mis opciones desde pequeña, sí señor).

Ahora llevo tres fines de semana con ruido delante de mi casa. Primero las fiestas de los festeros de no sé qué parroquia del pueblo, al fin de semana siguiente más de lo mismo, este último las fiestas de la agrupación de peñas... Y la verdad es que ya me he resignado, pero el primer finde de la temporada me cabreé. No puede ser que un domingo monten un parque infantil y decidan animarlo con clásicos de Camela y Georgie Dann a todo volumen. Además de que no hay necesidad de dejar sordos a los pobres críos, es que ¿qué niños actuales conocen a esos pasados representantes de la música española más casposilla? El ayuntamiento de mi pueblo, que actualiza su página de Facebook con todos los acontecimientos que se dan en el municipio, subió fotos de los escasos 20 niños que habían acudido al parque y yo no me pude contener, así que puse un comentario señalando que, a mi parecer, la escasa cantidad de gente no justificaba el escándalo que habían armado durante toooooodo el domingo.

Mira que sabía que me estaba metiendo en la boca del lobo, porque detrás de la organización del parque estaban los festeros de cierta parroquia, y, además, todo lo que aquí sea criticar fiestas es un pecado peor que echarle guisantes a la paella. Como era de esperar, los ataques llovieron sobre mí. Digo "ataques" porque creo que perlas como "cállate, pesada, que eres una pesada", "vete a contárselo a los del ayuntamiento, a ver si te hacen caso, jejeje" (obviamente, no me van a hacer caso), "viva el ruido, ole ole ole" o "te jodes y te aguantas, que todos tenemos que aguantar algo en esta vida" no son precisamente argumentos.

Pero lo que más me molestó del asunto no fueron los comentarios envenenados, pues al fin y al cabo quienes los escriben no saben aportar nada mejor que insultos e ironías sin una pizca de salero. Lo que me hizo reflexionar sobre lo mal que, en general, pensamos, fueron frases como la última: "aguántate, que todos tenemos que aguantar"; "siempre ha sido así, así que aguántate"; "a este paso también querrás prohibir el toro" (enhorabuena; has dado en el clavo). Parece que somos incapaces de imaginar que, sólo porque algo haya sido así hasta ahora, no tiene por qué seguir siéndolo. ¿No podemos pensar que ningún vecino tiene por qué sufrir mientras intenta dormir o escribir algo con sentido para la universidad o para el trabajo? ¿Tan difícil es empatizar con quienes nos tragamos, mes tras mes, año tras año, unas fiestas que ni nos van ni nos vienen -porque, al fin y al cabo, están organizadas por y para peñas privadas-? ¿Es tan raro pedir que el ruido se traslade a un lugar apartado del pueblo, en el que nadie tenga que acabar con la cabeza como un bombo cada fin de semana mientras haga buen tiempo?

Pues parece que sí, que es difícil. Y cuando lo pides, una masa de seres que funcionan con automatismos y que desaprovechan su preciosa capacidad cerebral se abalanza sobre ti para recordártelo. El "calla, pesada" me lo demuestra: tengo que callar, según la persona que lo escribió, porque lo que opino no es lo mismo que ella opina, y porque mi punto de vista ni siquiera entra en sus esquemas mentales. Es una visión cuadriculada de la realidad y, desde luego, se trata de la más cómoda, pero precisamente es esa comodidad la que la va erosionando poco a poco, haciéndola inutilizable.

Así que todos mis esfuerzos hasta el momento han sido en vano. Sigo siendo despertada por mi perro casi cada noche y, si no, ocurre cuando llega la mañana pero aún no me ha sonado el despertador. Los trenes desfilan, incesantes, y yo le agradezco a la costumbre que sólo los haga notar mientras veo la tele. Los petardos son imprevisibles, pero una traca por semana seguro que cae. El gimnasio no ha parado sus clases de spinning y ahora que aún hace calor incluso permiten a los forzudos hacer pesas en la calle, con los consiguientes quejíos de dolor que viajan directos de la calzada a mis oídos. No tengo constancia de que vaya a haber más fiestas en el párking en las próximas semanas, pero tarde o temprano volverán. Al menos ayer la lluvia las cortó antes. Algo es algo.

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