domingo, 9 de noviembre de 2014

Mi casa

Hoy he mirado mi casa desde abajo, desde la calle, y me ha parecido más pequeña que nunca.

Estaba sacando a mi perro, aunque esta forma de decirlo sea algo imprecisa, puesto que nos separaban muchos metros y varias calles. Vivo delante de un descampado reconvertido en párking, más allá del cual se extienden, horizontales, las vías del tren. Mientras mi perro corría como sólo puede correr los domingos -libre, joven, veloz-, yo me he apoyado en la tapia que separa mi calle de los aparcamientos y, accidentalmente, mis ojos han reparado en mi casa.


La he visto menguada, achatada. He intentado, con un esfuerzo directamente sacado de la memoria, estirarla, hacerla llegar un poco más alto. Se me ha ocurrido que, de tanto mirar al suelo, ahora me costaba apreciar las verdaderas dimensiones de una gran construcción. He esperado para ver si mi mirada se habituaba a la nueva dirección que adoptaban mis sienes y mi nuca, pero todo ha continuado igual.

Ésta es la casa en la que yo he vivido desde que nací. De ella sé lo justo, como que la construyó mi tatarabuelo, que la bañó el Modernismo y que un hombre murió en ella antes de llegar mis padres. Más o menos en la mitad de mi vida ellos restauraron la fachada, que ahora contrasta con la dejadez de la casa vecina, simétrica a la mía en estructura, pero en nada más. 

Cuando era niña acostumbraba a jugar en mi trozo de calle con mis amigas. Con Eulalia hacía collares y luego intentábamos venderlos a los transeúntes que volvían cargados de Mercadona. Anna y yo nos lanzábamos un muñeco al aire como si fuese una pelota. La puerta de mi casa siempre estaba abierta; no temía que mi gata de entonces, Cleta, que sufría un terror enfermizo por el exterior, se escapase.

A veces, durante esos atardeceres de verano que conceden un generoso respiro al poniente, salía a uno de los balcones del primer piso a tocar el violoncello. Allí sólo podía colocar la mitad de mi cuerpo y un trozo del instrumento, y además tenía que tocar piezas que me supiera de memoria, pues no había espacio para el atril.

En una de las dos ventanas del último piso abuhardillado habito ahora. La otra no se ha abierto en 24 años, impedida como está por un armario de cuatro de baño. Esa ventana es como el ojo ciego de mi casa.

Mirando al límite entre mi casa y el cielo pensaba esta mañana que aquello parece una terraza, porque el tejado, que sólo comienza a inclinarse un par de metros más lejos, es invisible desde la calle. Grapando el ángulo formado por el choque entre fachada y tejado he descubierto un motivo floral, una especie de hoja de parra que se asoma allí arriba, burlando la percepción de hasta quienes creen conocer bien su propia morada.

La casa me parecía tan pequeña. Me he alejado para contemplarla desde el párking, esperando que sus márgenes se despedazaran y que su magnitud no encontrara bloqueos a la expansión. Pero cuanto más lejos me iba, menor parecía mi casa.

Mi perro, que no existía cuando mi casa aún era grande, ha llegado corriendo por una calle del norte, y, dejando al frío fuera, hemos traspasado de nuevo el pórtico. Mi casa ha quedado fuera.

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