“TE QUIERO”, decían las letras punteadas de
la máquina de café.
Tenía que estar en clase en menos de dos
minutos. El té de la máquina era agua densa y dulce como caramelos de cabalgata;
su sabor le encogía las venas y dilataba sus pupilas. Aun así, introdujo los
cuarenta y cinco céntimos en la ranura, apretó el botón y fijó su mirada lejana
en el contador que indicaba el transcurso del proceso, expresamente creado para
mantener controlada la ansiedad del consumidor impaciente.
La palabra “TE” apareció en la pantalla. La
repetición del gesto le había hecho obviar la ausencia de la tilde. Mientras
las rayitas negras aparecían una detrás de la otra, su mente se separaba del
presente y anticipaba la lección de las dos próximas horas. Lo primero que
haría sería dejar el vaso desechable en la estantería que un día había
aparecido al lado de la cara exterior de la puerta del aula; luego se
desabrocharía las botas y se quitaría los calcetines, dejándolo todo fuera,
intentando que allí quedaran también sus miedos, sus dudas recurrentes,
las obsesiones que la distanciaban de una “yo” que se sabía, aunque no la desconociera aún; volvería entonces a tomar el vasito humeante, rozando el borde
plegado sobre sí mismo con el índice y el pulgar de la mano izquierda, y con la
derecha giraría el pomo que se interponía entre ella y ella en el arte.
Todo esto calculaba con un pensamiento veloz y
cosido de imágenes rutinarias, familiares. No vio realmente la pantalla de la
máquina de café hasta que la letra “T”, como empujada por una caricia invisible,
se desplazó a la izquierda, arrastrando con ella a la “E”, primero un puesto, después
otro, así hasta que, del lado derecho del rectángulo, comenzaron a surgir letras
nuevas, la Q, la U, la I, y tras ellas la E, la R, la O, una O abierta, sin
punto final.
Aquellas letras inéditas acabaron de
asentarse en aquel paisaje artificial verde fluorescente y, tras dos segundos y un pitido agudo
que indicaba que el falso té estaba preparado, desaparecieron. Ella, que había
descruzado las piernas y había devuelto la vida a su mirada de viernes, no
llevó la mano hacia el dispensador, sino que la estampó en el lateral de la máquina;
golpeándola con una mezcla de rabia y esperanza le ordenó que le devolviera
aquellas letras sacrificadas demasiado pronto. “PULSE UN BOTÓN”, le respondía el
aparato con obstinación, indiferente a la violencia que ella le propinaba.
Indignada, rebuscó en su cartera una moneda de
cincuenta con la que comprar otras dos palabras. La encontró, se le cayó al
suelo, la recogió temblorosa y se la cedió al objeto deshumanizado con el que había
decidido discutir. Ya no llegaría a esa última clase. Ya no participaría de
conversaciones abstractas con aura de trascendencia imprescindible; no
escucharía palabras dichas por voces reales, pero casi nunca visibles; voces sin peso, sin textura, arrojadas al aire sin premeditación ni freno.
De nuevo pulsó el botón y miró a la pantalla,
esta vez invadida por una impaciencia que la progresión de rayitas no curaba y
que, es más, acentuaba a medida que su avance reducía las posibilidades de aparición de las letras anheladas. Pero, cuando veinte de los veinticinco palitos
que un día se había molestado en contar se habían fijado en aquella superficie virtual, el mensaje comenzó a trasladarse de nuevo hacia la izquierda. Sus manos se colocaron con un impulso tenso en las orillas
de la máquina, apretándola como si, al exprimirla, pudiera extraer letras de ella. Surgió una
E, una S, una P, una E, y, mientras, el contador avanzaba, y con la R y la O se
repitió el desenlace: tras un par de segundos y otro té, las palabras se
hundieron en la pantalla, dejando su espectro palpitando en los ojos de ella.
Se olvidó de los cinco céntimos de sobra y de los vasitos de plástico color
chocolate y, subiendo los escalones de dos en dos, corrió hacia el aula de
interpretación.
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