Impulso y control. Impulso o control. ¿Impulso
contra control?
Escribía yo sobre los verdaderos escritores.
Desde hacía unos días retorcía con obsesión aquella idea de que uno sólo puede
escribir sobre sí mismo si quiere que haya verdad. “Verdad” es un concepto que
se utiliza muchísimo en arte dramático: “tiene que haber verdad”, “tenéis que
crear verdad”, “allí no se respiraba verdad”. En una de las primeras clases de
este curso hablábamos del equilibrio, parecido al de una cuerda floja, que en
teatro existe entre la mentira y la verdad. Un compañero de clase dibujó cada una
de estas palabras en sendos extremos de un palo del tamaño del de una escoba
que empleamos para entrenar en una asignatura. Cada vez que lo veo recuerdo la
eterna disyuntiva con la que debemos convivir quienes pretendemos crear arte, cualquiera
que sea el ámbito escogido para ello.
El lunes asimilé lo de escribir sobre uno
mismo. Llevaba días escribiendo sobre un niño al que no conocía de nada y que apenas
guardaba una inapreciable semejanza conmigo. El relato se estaba convirtiendo
en algo tedioso, en una espiral de dramatismo carente de orificios por los que
respirar contrastes. La verdad es que hacía varias jornadas que no escribía,
porque no sentía nada por aquel personaje inventado que me estaba empezando a
caer mal.
Había estado el fin de semana leyendo a
Lorca. El lunes leí por obligación a Almudena Grandes, cuyo estilo, perdonadme,
no soporto, y por relaciones de diferencia lo comprendí: si la escritura no
sale directamente de las vísceras, si no traspasa implacablemente los órganos
para abrirse paso hasta el papel, si no duele ni agujerea las entrañas… si el
lector no percibe que el escritor se ha abierto en canal para volcar lo más íntimo,
lo más vergonzoso, lo más infantil, lo más relacionado con su mundo interno y
con su imaginación más original, entonces no se trata de verdadera literatura. “Verdadera”
por verdad; la misma verdad de la que habla el teatro.
Esa misma noche escribí un relato tan
verdadero que no puedo mostrarlo, porque dolería a algunos.
Y pensé en la relación de la verdad de la
escritura con la verdad del teatro. Me llevé los pensamientos a la mesa, a la cama,
al coche del día siguiente, a las clases. En la de acrobacia, el profesor nos
habló de la relación entre el cuerpo y la mente, tan corrompida en la sociedad
occidental. Nos hizo hablar mientras improvisábamos movimientos, y no podíamos
sino caer en la repetición más burda. En la mayoría de nosotros la mente va por
un camino y el cuerpo recorre otro; es así durante las 24 horas de cada día. Cuando
conectamos ambos, dijo, es cuando se genera el impulso creativo.
Verdad. Mentira. Impulso. Arte. Creación.
Relacioné aquello con mis pensamientos recién
eclosionados. Un escritor puede morir sin haber llegado a la conexión
cuerpo-mente, instinto-razón, impulso-reflexión. Un escritor puede morir sin
haber escrito nada que haya partido realmente de sí mismo. Un escritor no tiene
por qué saber que esos canales entre su cuerpo y su mente están congestionados;
ni siquiera tiene por qué conocer la existencia de los mismos.
Un actor descubre esta difícil realidad cuando se enfrenta al
público en una obra amateur o al ingresar en una escuela de arte dramático
en la que, día a día, es su propio enemigo. Es una suerte, de todos modos.
En la tarde de ayer, el mismo profesor que nos
habló de la cuerda floja nos repartió quince papelitos, uno a cada alumno de la
clase. En cada recorte estaba escrito un fragmento del Manifiesto Futurista.
Coged un objeto, nos dijo, el que queráis, y ocupad todo el espacio. Cada uno
irá leyendo su parte, deconstruyendo el texto, por orden; las partes están numeradas. Los
demás sólo debéis reaccionar a lo que estéis escuchando y a lo que suceda en el
momento, teniendo a vuestro objeto en cuenta. Podéis interactuar. ¿No hay límites?,
preguntó alguien. No hay límites, respondió el profesor.
Estuvimos una hora, o más –no tengo la
certeza, porque hubo un momento en que perdí de vista la dimensión espaciotemporal-, saltando,
gritando, a veces queriéndonos, otras odiándonos; algunos se pegaban, otros
reían o lloraban, pasando de una emoción a otra con una facilidad extrahumana. Formábamos
un maremágnum de cuerpos extasiados inmersos en la pura acción-reacción; éramos
seres animales tomados por impulsos multidireccionales y aparentemente
arbitrarios que decidían explotar después de mucho tiempo contenidos.
La descripción de la experiencia no consigue
encerrar el alma de lo allí vivido.
Hoy, en una práctica con una compañera,
sentía impulsos: quería pegarle, quería poner mi cara a un dedo de la suya y
gritarle y escupirle; quería tumbarla e inmovilizarla; deseaba insultarla y ponerle mi
peor cara de odio. En lugar de hacer todo eso, contuve los impulsos. Luego me
quedé pensando en ello.
Todo eso tiene que ver con la verdad teatral
y con la verdadera literatura.
Obedecer impulsos internos es complicado para
alguien que lleva más de media vida controlando lo que dice, lo que come, lo
que siente y lo que hace. Gracias a Lorca, gracias al futurismo, gracias a mi
compañera de escena, gracias a quien me habló de la verdad literaria y gracias,
incluso, a Almudena Grandes, descubro que debo distanciarme del control para empezar,
de una manera comprometida, a abrir la comunicación cuerpo-mente para que los
impulsos más esenciales se canalicen y salgan al exterior. El impulso es la
verdad; el control es la ficción. En literatura, en teatro; la cuerda floja del
arte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario