miércoles, 5 de noviembre de 2014

La cuerda floja del arte


Impulso y control. Impulso o control. ¿Impulso contra control?

Escribía yo sobre los verdaderos escritores. Desde hacía unos días retorcía con obsesión aquella idea de que uno sólo puede escribir sobre sí mismo si quiere que haya verdad. “Verdad” es un concepto que se utiliza muchísimo en arte dramático: “tiene que haber verdad”, “tenéis que crear verdad”, “allí no se respiraba verdad”. En una de las primeras clases de este curso hablábamos del equilibrio, parecido al de una cuerda floja, que en teatro existe entre la mentira y la verdad. Un compañero de clase dibujó cada una de estas palabras en sendos extremos de un palo del tamaño del de una escoba que empleamos para entrenar en una asignatura. Cada vez que lo veo recuerdo la eterna disyuntiva con la que debemos convivir quienes pretendemos crear arte, cualquiera que sea el ámbito escogido para ello.

El lunes asimilé lo de escribir sobre uno mismo. Llevaba días escribiendo sobre un niño al que no conocía de nada y que apenas guardaba una inapreciable semejanza conmigo. El relato se estaba convirtiendo en algo tedioso, en una espiral de dramatismo carente de orificios por los que respirar contrastes. La verdad es que hacía varias jornadas que no escribía, porque no sentía nada por aquel personaje inventado que me estaba empezando a caer mal.

Había estado el fin de semana leyendo a Lorca. El lunes leí por obligación a Almudena Grandes, cuyo estilo, perdonadme, no soporto, y por relaciones de diferencia lo comprendí: si la escritura no sale directamente de las vísceras, si no traspasa implacablemente los órganos para abrirse paso hasta el papel, si no duele ni agujerea las entrañas… si el lector no percibe que el escritor se ha abierto en canal para volcar lo más íntimo, lo más vergonzoso, lo más infantil, lo más relacionado con su mundo interno y con su imaginación más original, entonces no se trata de verdadera literatura. “Verdadera” por verdad; la misma verdad de la que habla el teatro.

Esa misma noche escribí un relato tan verdadero que no puedo mostrarlo, porque dolería a algunos.

Y pensé en la relación de la verdad de la escritura con la verdad del teatro. Me llevé los pensamientos a la mesa, a la cama, al coche del día siguiente, a las clases. En la de acrobacia, el profesor nos habló de la relación entre el cuerpo y la mente, tan corrompida en la sociedad occidental. Nos hizo hablar mientras improvisábamos movimientos, y no podíamos sino caer en la repetición más burda. En la mayoría de nosotros la mente va por un camino y el cuerpo recorre otro; es así durante las 24 horas de cada día. Cuando conectamos ambos, dijo, es cuando se genera el impulso creativo.

Verdad. Mentira. Impulso. Arte. Creación.

Relacioné aquello con mis pensamientos recién eclosionados. Un escritor puede morir sin haber llegado a la conexión cuerpo-mente, instinto-razón, impulso-reflexión. Un escritor puede morir sin haber escrito nada que haya partido realmente de sí mismo. Un escritor no tiene por qué saber que esos canales entre su cuerpo y su mente están congestionados; ni siquiera tiene por qué conocer la existencia de los mismos.

Un actor descubre esta difícil realidad cuando se enfrenta al público en una obra amateur o al ingresar en una escuela de arte dramático en la que, día a día, es su propio enemigo. Es una suerte, de todos modos. 

En la tarde de ayer, el mismo profesor que nos habló de la cuerda floja nos repartió quince papelitos, uno a cada alumno de la clase. En cada recorte estaba escrito un fragmento del Manifiesto Futurista. Coged un objeto, nos dijo, el que queráis, y ocupad todo el espacio. Cada uno irá leyendo su parte, deconstruyendo el texto, por orden; las partes están numeradas. Los demás sólo debéis reaccionar a lo que estéis escuchando y a lo que suceda en el momento, teniendo a vuestro objeto en cuenta. Podéis interactuar. ¿No hay límites?, preguntó alguien. No hay límites, respondió el profesor.

Estuvimos una hora, o más –no tengo la certeza, porque hubo un momento en que perdí de vista la dimensión espaciotemporal-, saltando, gritando, a veces queriéndonos, otras odiándonos; algunos se pegaban, otros reían o lloraban, pasando de una emoción a otra con una facilidad extrahumana. Formábamos un maremágnum de cuerpos extasiados inmersos en la pura acción-reacción; éramos seres animales tomados por impulsos multidireccionales y aparentemente arbitrarios que decidían explotar después de mucho tiempo contenidos.

La descripción de la experiencia no consigue encerrar el alma de lo allí vivido.

Hoy, en una práctica con una compañera, sentía impulsos: quería pegarle, quería poner mi cara a un dedo de la suya y gritarle y escupirle; quería tumbarla e inmovilizarla; deseaba insultarla y ponerle mi peor cara de odio. En lugar de hacer todo eso, contuve los impulsos. Luego me quedé pensando en ello.

Todo eso tiene que ver con la verdad teatral y con la verdadera literatura.

Obedecer impulsos internos es complicado para alguien que lleva más de media vida controlando lo que dice, lo que come, lo que siente y lo que hace. Gracias a Lorca, gracias al futurismo, gracias a mi compañera de escena, gracias a quien me habló de la verdad literaria y gracias, incluso, a Almudena Grandes, descubro que debo distanciarme del control para empezar, de una manera comprometida, a abrir la comunicación cuerpo-mente para que los impulsos más esenciales se canalicen y salgan al exterior. El impulso es la verdad; el control es la ficción. En literatura, en teatro; la cuerda floja del arte.




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