Un buen escritor es aquel que se deja ver
tras sus palabras. Lo conozcas o no, sepas o no sepas cómo es su rostro, cómo
sus andares, consigues, por algún proceso sobrenatural y desconocido, adivinar
su alma, el estado emocional en el que se encontraba cuando redactó esas líneas. Las palabras que ha escrito y
agrupado en oraciones separadas por comas, puntos y párrafos destilan una
melodía reconocible a la que, leyéndola, sólo puedes calificar de genial,
única. De repente piensas que escribir es algo sencillo, natural; es el mismo engaño en el que, pícaro, te hace caer el bailarín que, tras años de entrenamiento de fuerza,
rapidez, flexibilidad y expresión, adquiere la ligereza del viento delicado y vuela
con simplicidad por el espacio escénico, restándole dificultad a sus proezas, logrando que creas que tú podrías hacer lo mismo con sólo un poco de práctica.
Hay pocos escritores que
despierten esa sensación en las personas. Lorca, Saramago, Cortázar, García
Márquez. Pero los cuatro están muertos. En la actualidad otros escritores lo continúan intentando,
pero su prosa parce resistirse a la fluidez inevitable que se desprendía del
talento de los que ya no respiran. Escritores famosos y consagrados despachan
cientos de miles de copias de libros escritos en un lenguaje artificioso,
pensado y repensado para parecer buena literatura. Pero sólo es literatura fingida, sin impulso, sin sangre ni lágrimas ni crueldad. Si el lector
ha de volver una y otra vez sobre una frase para comprender lo que el autor
quería expresar con ella, entonces es que no está ante una buena obra. Pero eso
es lo que vende ahora: pseudoliteratura disfrazada de intelectualidad barata,
cargada de un ego del que los verdaderos literatos carecían y que quizá
deseaban poseer.
Los verdaderos escritores cocinan narraciones redondas, con un inicio y un final que encajan igual que las dos mitades de un
puzle tridimensional de un par de piezas. Sus frases evocan imágenes, dibujan
sensaciones en el estómago del lector, y él se reconcilia con ellas; algunas
incluso puede reconocerlas en el sentido más literal del verbo, olvidadas
después de años surcando los mares descuidados de la memoria. Las metáforas son
sencillas, escritas con una poética tan refinada que no hace falta ahondar en
su significado, pues la sola belleza que florece en la unión de las palabras es
suficiente para alimentar un alma hambrienta.
Los escritores que llegan a rozar los
entresijos de la emoción humana cambian el orden natural de las palabras, del
sujeto y del predicado, y aun así el resultado continúa pareciendo perfecto,
como si fuera obvio que debía ser así y no de ninguna otra manera. No sé cómo
lo hacen, pero con un sintagma de dos únicas palabras consiguen despertar toda
una cadena de pensamientos, fotografías, emociones y cosas dichas, y otras
cosas no dichas, que suceden en solamente esas diez letras, si llega.
Y algo más, dentro de todo lo más, que es
mucho: el sabor de sus palabras se adhiere al paladar de quien ha sorbido con ansia su escritura, y allí permanece sin que el lector se dé cuenta. Y de allí,
atravesando quién sabe cuántos nervios, células, neuronas y músculos, llega al
inconsciente, y pare algo, una idea, una creencia, una verdad nueva con la que
convivirá el resto de su vida sin saberlo.
Yo los leo y no puedo evitar preguntarme si
algún día conquistaré todo eso.
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