Una semana llena de preguntas y vacía de
respuestas.
Estos ciclos se dan. Suceden. Cuando un
interrogante se abre, tarda mucho tiempo en cerrarse definitivamente. Y ese “definitivamente”
es un engaño, una mentira que nos creemos porque es dulce, confortable; porque
nos ayuda a vivir, aun siendo del todo irreal.
Todos nos preguntamos cosas, y todos
atesoramos dudas que nos agotan durante el día y que se aparecen en los sueños
por las noches.
Pocas personas se atreven a meditarlas, a manifestarlas
e incluso a compartirlas con terceros. Algunas lo hacen cuando las dudas son sólo
un embrión informe en la base de su estómago. Otras las expresamos cuando, a
base de recorrer cientos de caminos internos cuyas señales de tráfico las han
derivado una y otra vez a los mismos callejones sin salida, se han convertido
en una maraña de imposible resolución sin la ayuda de otros.
Las respuestas de los demás son
reconfortantes y acogedoras, e incluso pueden proporcionar una calma pasajera como
la que mana del pecho caliente de una madre lactante.
Sin embargo, el alivio que se deriva del
desahogo compartido es efímero, ficticio, y más pronto que tarde reaparece la
angustia, el dolor; la duda se amplifica y, como una gota de agua que se rompe
sobre el mármol del lavabo, se subdivide en nuevas preguntas que martillean a
la cabeza exhausta y harta de circulares e infructuosos pensamientos.
El mundo ha sido diseñado para tener éxito,
para prosperar, para estar seguro, para no dudar.
La duda es semejante a una condena
existencial de la que todos, en masa, huimos, para en seguida descubrir que nos
pisa los talones inexorablemente.
Y así, poco a poco, mientras odiamos el
proceso, las preguntas van acumulándose en un cuaderno mental que no halla par
en el mundo de lo tangible. El cerebro se va cargando de ideas grises que
conectan a los complejos con la vivencia, a la culpabilidad con el deseo, al
miedo con la incapacidad, a los hechos con otros hechos más cercanos en el
tiempo; a la vida consigo misma, al fin y al cabo.
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