miércoles, 12 de noviembre de 2014

Luna gajo de naranja

Luna 
gajo de naranja. 

La luna me estaba mirando desde el cielo mientras yo conducía de regreso a casa, como casi cada noche. Era bella, fuerte, y a la vez escurridiza, y huía de los reojos furtivos que le lanzaba desde el volante. Deseé que muchos más la vieran. Siempre me habían sorprendido las lunas que parecían cernirse sobre los edificios lejanos, que proyectaban su luz silenciosa sobre el mar tranquilo del este, que se colaban sin permiso por las ventanas de las buhardillas. Volviendo a casa me pillaban por sorpresa, y al día siguiente me olvidaba de que habían existido.

Me encontraba en esa etapa de la vida en la que cosas hasta entonces insignificantes empezaban a alzar la mano. Reencontrarse al menos una vez al año con ciertos amigos, ni uno más, ni uno menos; dormir ocho horas a partir del miércoles para conseguir llegar al fin de semana en condiciones salubres; salir al campo y abandonar el mundo, siempre de vez en cuando, a pasear, a correr, a respirar. Descubrir una perspectiva desde la que observar una calle de sobra conocida, admirar la luz de la luna adentrándose por el tragaluz cuando dormían ya todos.

Si siguiera a la luna, pensé, descansaría durante el día y marcharía de noche. Habría de tomar barcos, lanchas y veleros. Llegaría tarde a cualquier lugar en el que me esperaran. Me saltaría las clases, dejaría por hacer el trabajo y faltaría a las citas extraoficiales. Las personas a quienes solía ver me echarían en falta durante unos días, pero no tardarían en sustituirme por alguna anécdota graciosa o un problema compartido. Nadie sospecharía que estaba yendo tras la luna, me dije. Por un momento consideré girar el volante hacia la derecha, desafiar al quitamiedos, sobrevolar los diez o doce metros de arena e irrumpir en la quietud del mar nocturno en una acción poética que justificase la búsqueda de una luna inalcanzable.

Yo quería hacer muchas cosas, tantas, que a veces me asaltaba un deseo enérgico de escapar de todas ellas. Por el día, conduciendo en dirección contraria al sendero de la luna, todo lo quería: quería el movimiento, la voz gritada, los abrazos helados de buena mañana, el café barato de máquina tras el almuerzo. Y todo lo esperaba con ilusión. Por las noches, sin embargo, nada me parecía atractivo, y en ocasiones habría rechazado la totalidad de mis proyectos si sólo me hubiesen ofrecido una casita apartada con una gran biblioteca y un pequeño sustento.

La luna se desnudaba para mí varias noches al mes, y a mí me daba miedo mirarla con descaro por si, en un arrebato de cordura, me atrevía a perseguirla.


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