domingo, 30 de noviembre de 2014

Soñaba yo con el Actors Studio

Vaya noche. Me la pasé soñando con el Actors Studio y sus miembros más célebres: Marlon Brando, Al Pacino, Marilyn Monroe. Me parece que incluso hice alguna práctica con alguno de ellos. También estaba por allí Lee Strasberg, el jefazo del lugar, repartiendo leña y traumatizando, uno a uno, a todos los actores que se atrevían a mostrar su pésimo trabajo introspectivo ante sus ojos. “¡Busca en tu recuerdo!”, les gritaba desde detrás de su mesa de madera de arce. “¿Cuándo fue la última vez que tuviste un gatillazo?”. El intérprete alto, moreno y musculoso lloraba encima del escenario mientras la actriz delgada, rubia y sensible lo observaba sentada en la escenografía. Lo quería consolar con un abrazo, porque ya no sabía si su compañero lloraba como personaje o como actor.

Primero me despertó un dolor tubular en el vientre, pero luego me di cuenta de que, en realidad, mi desvelo se debía al crepitar de la lluvia contra la ventana superior de mi buhardilla. Pensé que mi ordenador, situado justo debajo del cristal, corría peligro si a alguna de aquellas gotas le daba por colarse en el rincón clave y empezar a erosionar un caminito acogedor para el resto de soldados del diluvio. Me levanté de la cama con fastidio, encendí la luz y retiré el ordenador del escritorio, e hice lo propio con diversas libretas y libros susceptibles de deshacerse bajo un agua factible.

Cuando volví la cabeza hacia la cama advertí con asombro que las temidas gotas estaban haciendo su aparición por el lugar menos sospechado: el techo de encima de mi almohada. Esa cubierta de vigas de yeso a la que dedico cada noche mi última mirada me estaba traicionando, abriéndose a la invasión acuática sin consideración alguna, burlándose de mí delante de mi figura bloqueada que se preguntaba: ¿Y ahora dónde voy a dormir? La almohada estaba cambiando progresivamente de color, adoptando tonos más oscuros y otoñales a medida que la gotera del techo le otorgaba su fruto. Como era poco probable que justo en mi despertar hubiera comenzado a producirse el derramamiento sobre mi cama, me toqué la cabeza: la mata de pelo rizado que separa al mundo de mi cráneo estaba fría y húmeda; yo no había presentido el baño porque dormía bocabajo.

Horrorizada, comprobé que los libros de mi mesita de noche estaban siendo también víctimas de la gotera despiadada. Aun así, no pude evitar que me hiciera gracia ver el retrato de Stendhal semiborroso bajo una película de agua, sacrificándose cual héroe romántico por los volúmenes de Lorca y Kapuscinski que cubría con su contraportada. Deposité los tres tomos en el suelo, lejos del alcance del río que comenzaba a formarse sobre la mesita de noche, y corrí en seguida a retirar la lámpara de mesa, cuya bombilla se estaba llevando la peor parte del drama.

A esas alturas de la noche ya se había despertado mi madre, quien, metódica y despabilada aun recién despertada, me envió a la cocina a por un tupper con el que recoger mi parte de lluvia pasada por vigas y cemento. A mitad de la escalera reparé en que, por la ventana de ésta, entraba más agua con intenciones de emborronar el cuadro situado justo debajo. Llegué al piso de abajo con el cuadro entre los brazos, y lo apoyé en uno de los muebles del comedor. Subí un tupper pero no tenía la longitud adecuada y dejaba escapar más o menos la mitad de las gotas. Mi madre me mandó de nuevo abajo y traje otras dos fiambreras rectangulares para que ella eligiera la más adecuada para la situación.

Como la gotera de encima de la almohada amenazaba con convertir mi buhardilla en un lago, me fui a dormir con mi madre a su cama. En el exterior, la lluvia alargaba su dinámica violenta e intermitente. En esos momentos ya sólo me preocupaba que mi gato Dalí, que se había marchado horas antes por los tejados, estuviese resguardado bajo las tejas salientes de alguna techumbre o en la buhardilla abandonada y desastrada de la casa de al lado. Me costó un poco dormirme porque aún estaba alterada por el sueño con Lee Strasberg, pero en cuanto lo conseguí le pillé de nuevo el hilo y continué asistiendo a su lección. Ahora sus explicaciones se habían tornado en algo mucho más profundo y filosófico, tanto que mis compañeros (Brando, Pacino, Monroe) aparecían ante mí como drogados, como sumergidos en un mundo interno colmado de percepciones inalcanzables para mí, como si en mi ausencia hubieran accedido al conocimiento del verdadero sentido de la vida y éste les hubiese sobrepasado.

Cuando me desperté a las 8.45 ya hacía varias horas que Dalí había vuelto completamente seco, pero yo había mantenido mi sueño hasta que me sonó el despertador.

Ahora tengo que volver a mi cama arriesgada e imprevisible. La tengo detrás de mí y no sé cómo pedirle a su gotera que respete mis sueños actorales. ¿Qué puedo hacer?


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