En la sala de necropsias del Instituto Y no
cabía nadie más. Los estudiantes de Biología se agolpaban tras sus puertas para
reclamar su lugar en un acto simbólico de protesta. Los del itinerario de
Marina exigían un trato preferente y un espacio individual desde el que poder
observar el extraño ejemplar por encima de los hombros de ilustres profesores,
antiguos catedráticos encorvados e influyentes investigadores. Los funcionarios
del Instituto Y se abrían paso entre cabezas, batas azul celeste y blocs de
notas, orgullosos de tener entre ellos a tan célebre cadáver. Los tímidos e
inquietos murmullos de las ocho de la mañana habían ido dando paso a una
cadencia grupal que se ondeaba entre el griterío incontenible de las gaviotas y
aquel silencio, propio de las profundidades marinas, que anticipa la calamidad.
-¡Silencio, por favor!-, rogaba de vez en
cuando un doctor de pelo blanco y humildad fingida.- Dejen trabajar a los investigadores.
La tortuga laúd cuyas entrañas se abrían
hacia el techo de la sala de necropsias del Instituto Y había salido de su refugio
dieciséis días antes. El agua salada, helada a pesar de estar tan cercana al
núcleo terrestre, había acariciado entonces su piel desnuda, desprovista de
caparazón, a medida que aleteaba para desplazarse en busca de la tierra firme.
Esta tortuga laúd todavía no había aovado en la
orilla de playa alguna. Los diez primeros años de su vida, las medusas habían
supuesto su único objeto de concentración. La tortuga laúd debía ingerir
diariamente el equivalente al 90 por ciento de su peso, es decir, unos 300
kilos de alimento desde que nacía el sol hasta que desaparecía en el fondo de
sus ojos traviesos. Las medusas eran su desayuno, su almuerzo y su cena
favoritos, tanto que solía alargar cada una de esas comidas hasta casi unirla a
la próxima. Su jornada era una búsqueda continua de bichos incoloros y
vaporosos que ella engullía sin inmutarse, de un solo bocado, tomando el final
de cada trago como el inicio del siguiente. El sueño era una pérdida absoluta
de tiempo de alimentación.
Ahora, sin embargo, la tortuga laúd debía
abandonar su cueva submarina. Su propia naturaleza la requería con la gravedad solemne
del didgeridoo. El cosquilleo que crecía en su útero desde varios días atrás le
impelió a navegar sin demora rumbo a un occidente cercano. La tortuga laúd articuló
sus aletas durante muchas lunas a un ritmo constante, matemático. Su boca
reproducía la expresión sosegada y amable que había visto en sus congéneres más
experimentadas en la instintiva ciencia de la puesta de huevos. Tras horas y
horas de buceo, recordaba al macho que la fecundó, su cuerpo pesado que se
transformaba en una ligera mole compacta al contacto con el agua, sus sonidos
quejumbrosos fruto del esfuerzo por mantenerse en todo momento en contacto con
el aire. Ahora el viaje era sólo suyo; era ella quien tenía que realizarlo, quien
conocería medusas de sabores nuevos, quien sortearía peligros desconocidos,
quien tardaría más que nadie en poner punto final a un ciclo del que, sin saber
muy bien por qué, había elegido formar parte indispensable.
Tras quince días de expedición, la tortuga
laúd se sintió progresivamente más cerca de la arena húmeda y blanda del fondo
del mar. La presión se reducía y la luz inundaba el océano interminable. Cuando
la luna ya refulgía en lo más alto del cielo, sus aletas tocaron suelo mientras
su cabeza respiraba viento, fenómeno repetido por primera vez desde que huyó de la orilla hostil
en la que rompió su propio huevo, su primer hogar. Empujándose con sus cansadas
extremidades mostró su gigantesco organismo al mundo terrestre. Tenía hambre,
el sueño la invadía por momentos, pero la llamada ineludible de su especie la
obligó a excavar.
El sol llegó pronto; también lo hizo el calor
asfixiante de las postrimerías estivales. El cuerpo cansado de la tortuga laúd continuaba
perforando la orilla de la playa con desesperación apacible, como si tuviera la
certeza de estar a punto de encontrar algo inmóvil y valioso. Las primeras olas
de la mañana rompían en su lomo sin caparazón. Los ojos se le llenaban de arena
fina y molesta que sus párpados deslumbrados no lograban expulsar.
Los restos de conchas inertes empezaron a instalarse
en sus espaldas, cómplices de un agua salada y aburrida. Las aletas de la
tortuga laúd perdían potencia y rapidez a medida que su cuerpo iba
introduciéndose en tierra, alargando el agujero que estaba fabricando para sus
crías. “La tortuga laúd estaba cavando su propia tumba”, pensarían otros al ver
la mortífera estampa. La primera muerte deseada de una tortuga laúd.
La encontró a las siete y media de la mañana
un corredor matutino, un pescador iluso o el perro suelto del amo que camina
distraído por el paseo marítimo. Nadie sabía, en aquel pueblo, qué era una
tortuga laúd hasta aquel día. En la foto, ella llenaba la pala del tractor que movió
sus 300 kilos de peso de la orilla del mar.
En la sala de necropsias del Instituto Y no cabía
nadie más. Mientras tanto, el hoyo que había cavado la tortuga laúd permanecía
vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario