lunes, 17 de noviembre de 2014

Una tortuga laúd

En la sala de necropsias del Instituto Y no cabía nadie más. Los estudiantes de Biología se agolpaban tras sus puertas para reclamar su lugar en un acto simbólico de protesta. Los del itinerario de Marina exigían un trato preferente y un espacio individual desde el que poder observar el extraño ejemplar por encima de los hombros de ilustres profesores, antiguos catedráticos encorvados e influyentes investigadores. Los funcionarios del Instituto Y se abrían paso entre cabezas, batas azul celeste y blocs de notas, orgullosos de tener entre ellos a tan célebre cadáver. Los tímidos e inquietos murmullos de las ocho de la mañana habían ido dando paso a una cadencia grupal que se ondeaba entre el griterío incontenible de las gaviotas y aquel silencio, propio de las profundidades marinas, que anticipa la calamidad.

-¡Silencio, por favor!-, rogaba de vez en cuando un doctor de pelo blanco y humildad fingida.- Dejen trabajar a los investigadores.

La tortuga laúd cuyas entrañas se abrían hacia el techo de la sala de necropsias del Instituto Y había salido de su refugio dieciséis días antes. El agua salada, helada a pesar de estar tan cercana al núcleo terrestre, había acariciado entonces su piel desnuda, desprovista de caparazón, a medida que aleteaba para desplazarse en busca de la tierra firme.

Esta tortuga laúd todavía no había aovado en la orilla de playa alguna. Los diez primeros años de su vida, las medusas habían supuesto su único objeto de concentración. La tortuga laúd debía ingerir diariamente el equivalente al 90 por ciento de su peso, es decir, unos 300 kilos de alimento desde que nacía el sol hasta que desaparecía en el fondo de sus ojos traviesos. Las medusas eran su desayuno, su almuerzo y su cena favoritos, tanto que solía alargar cada una de esas comidas hasta casi unirla a la próxima. Su jornada era una búsqueda continua de bichos incoloros y vaporosos que ella engullía sin inmutarse, de un solo bocado, tomando el final de cada trago como el inicio del siguiente. El sueño era una pérdida absoluta de tiempo de alimentación.

Ahora, sin embargo, la tortuga laúd debía abandonar su cueva submarina. Su propia naturaleza la requería con la gravedad solemne del didgeridoo. El cosquilleo que crecía en su útero desde varios días atrás le impelió a navegar sin demora rumbo a un occidente cercano. La tortuga laúd articuló sus aletas durante muchas lunas a un ritmo constante, matemático. Su boca reproducía la expresión sosegada y amable que había visto en sus congéneres más experimentadas en la instintiva ciencia de la puesta de huevos. Tras horas y horas de buceo, recordaba al macho que la fecundó, su cuerpo pesado que se transformaba en una ligera mole compacta al contacto con el agua, sus sonidos quejumbrosos fruto del esfuerzo por mantenerse en todo momento en contacto con el aire. Ahora el viaje era sólo suyo; era ella quien tenía que realizarlo, quien conocería medusas de sabores nuevos, quien sortearía peligros desconocidos, quien tardaría más que nadie en poner punto final a un ciclo del que, sin saber muy bien por qué, había elegido formar parte indispensable.

Tras quince días de expedición, la tortuga laúd se sintió progresivamente más cerca de la arena húmeda y blanda del fondo del mar. La presión se reducía y la luz inundaba el océano interminable. Cuando la luna ya refulgía en lo más alto del cielo, sus aletas tocaron suelo mientras su cabeza respiraba viento, fenómeno repetido por primera vez desde que huyó de la orilla hostil en la que rompió su propio huevo, su primer hogar. Empujándose con sus cansadas extremidades mostró su gigantesco organismo al mundo terrestre. Tenía hambre, el sueño la invadía por momentos, pero la llamada ineludible de su especie la obligó a excavar.

El sol llegó pronto; también lo hizo el calor asfixiante de las postrimerías estivales. El cuerpo cansado de la tortuga laúd continuaba perforando la orilla de la playa con desesperación apacible, como si tuviera la certeza de estar a punto de encontrar algo inmóvil y valioso. Las primeras olas de la mañana rompían en su lomo sin caparazón. Los ojos se le llenaban de arena fina y molesta que sus párpados deslumbrados no lograban expulsar.

Los restos de conchas inertes empezaron a instalarse en sus espaldas, cómplices de un agua salada y aburrida. Las aletas de la tortuga laúd perdían potencia y rapidez a medida que su cuerpo iba introduciéndose en tierra, alargando el agujero que estaba fabricando para sus crías. “La tortuga laúd estaba cavando su propia tumba”, pensarían otros al ver la mortífera estampa. La primera muerte deseada de una tortuga laúd.

La encontró a las siete y media de la mañana un corredor matutino, un pescador iluso o el perro suelto del amo que camina distraído por el paseo marítimo. Nadie sabía, en aquel pueblo, qué era una tortuga laúd hasta aquel día. En la foto, ella llenaba la pala del tractor que movió sus 300 kilos de peso de la orilla del mar.

En la sala de necropsias del Instituto Y no cabía nadie más. Mientras tanto, el hoyo que había cavado la tortuga laúd permanecía vacío.




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